sábado, 17 de noviembre de 2012

La geopolítica amorosa


Me atrevería a decir que en todas las relaciones sentimentales (amorosas), aun siendo más "llegadoras" pero nunca menos ni más importantes que las amistades, siempre se develan luchas de intereses que podrían llegar a rozar de forma implícita a la pareja dispareja; tales conflictos llegan a derivar, incluso, en batallas campales y/o en cachetadas de telenovela.
         Hasta la fecha, cuando platico con mis amigos respecto a problemas con sus parejas, aparecen siempre los factores “dominado” y “dominante”: en dicha relación, uno de los dos termina por ceder ante la petición que satisface los intereses del otro.
         Pareciera que esto es el motor de la relación entre los novios, pues si se logra un equilibro (posible, mas nunca perfecto), ambas partes saldrán complaciendo parte de su interés.
         Expongo un caso que recuerdo con gracia (¡en el cual juro que no me involucro!): una chica “dominante” y caprichosa ejerce su voluntad hacia su novio “dominado”, un sujeto simpático con cierta falta de carácter y egoísmo.
Él mimaba y consentía a su dominante, con la esperanza de recibir las mismas atenciones por parte de ésta. No obstante, ello no resultó como él hubiese esperado y sintió no recibir más de lo que él daba; además, se hartó de que ella estuviera quejándose de él todo el tiempo, por lo que el dominado optó por la sublevación: la cortó.
         Tiempo después (dígase unos tres días), la chica, la cual tras haber resentido la ausencia de sus malacostumbrados caprichos realizados, terminó por buscar al susodicho, quien terminó por volverse en un dominante, dejando de cumplir con toda demanda de la, ahora, dominada.
         Queda demostrado, por ende, que cualquiera podría llegar a ser un partidario híbrido: ayer tras haber sido dominado; hoy, dominante; y mañana, quién sabe.
Pero si vemos el incidente citado desde otra perspectiva, quizás el chico desde un inicio fungió como un ser dominante, al menos de manera latente. Tal vez él sabía desde un inicio a lo que se enfrentaba, a la postura renuente y necia de su querida. En tal caso, si fue así, ¡vaya genio maquiavélico el suyo! Sólo resta que no lo eche a perder y no baje la guardia: seguramente  perderá su victoria el día en que vuelva a sacrificar su interés en aras de consentir los territorios de ella, nuevamente. ¡Qué triste pueden llegar a perdurar tales círculos viciosos!
         Con situaciones como éstas,  ni a Landes ni a Pinochet se les hubieran ocurrido este tipo de burdas aplicaciones geopolíticas hacia los negocios del corazón. Cada quien los comprende y adapta al campo de batalla. Cada quien se conoce y sabe hasta dónde llegan sus límites y capacidades. Cada quien sabrá qué maniobras ejecutará para lograr la captura de un beso o el triunfo consumado de una pasión.
         Hermann Hesse encuentra en Siddharta una visión ideal y recíproca ante a este juego poderes: "a él, le enseñó a fondo la lección de que no se puede encontrar placer sin dar placer, y que cada gesto, cada caricia, cada contacto, cada mirada, cada trocito del cuerpo tiene su secreto, que prepara la dicha para despertar al iniciado. Le enseñó que los amantes, después de una fiesta de amor, no pueden separarse uno del otro sin admitirse mutuamente, sin estar vencido al igual que él ha vencido, para que no aparezca la saciedad o el vacío en ninguno de los dos y el maligno sentimiento de haber abusado o de que han abusado de él".
Sin embargo, esto que acabo de ensayar no lo tomo por hecho, ni me sentiré con la calidad moral para estimar como a una ley dicha propuesta (a veces absurda, a veces cierta), porque siempre me olvido de los argumentos cada que enveneno la cordura, cuando me enamoro a diestra y siniestra, cuando me vuelvo débil ante la causa de mi propia desgracia.

Diabetes: un dulce cáncer


Eran cerca de las nueve y el sonido ensordecedor del motor despertó al pequeño Mau. A éste le sorprendió y decidió correr hacia la puerta de su casa. Alcanzó a despedirse de sus padres. Su papá estaba cerrando la reja y con voz tenue lanzó una sentencia: “vamos al IMSS para que chequen a tu mamá”.
            Ella se encontraba sentada en el asiento del copiloto, a bordo de un vocho verde y viejo. “Cierra bien la casa. Regresamos pronto”, dijo su madre suavemente. Mau, a sus catorce de edad, le creyó sin duda alguna.
Mentira, nunca volvió.
            Desde que él tenía memoria, su mamá padecía diabetes: ese cáncer que devora mucho más que el páncreas y consume a la vida como a la insulina dosificada. Sin embargo, ella demostraba su empeño y realizaba labores en casa en compañía del más pequeño de la familia. “Mau, ve, por favor, a la tienda por medio de huevo y azúcar”, solía decir. Y si no era huevo y azúcar, eran tortillas; si no eran tortillas, sabrá Dios que les hubo faltado en la mesa.
            Ella solía hacer de todo cuando su esposo y sus otros dos hijos estaban fuera de casa todo el día: cocinaba, barría, trapeaba, lavaba, planchaba, cosía, acarreaba (agua), compraba y regateaba en el mercado de Valle de Aragón, entre otras cosas.
            Cada que salía de casa, portaba siempre un vestido, con costuras en alguna parte de la falda. En realidad eran pocos los vestidos que le quedaban “buenos”. Siempre que se enlistaba para salir “al mandado”, procuraba que los vendajes de sus tobillos estuviesen en orden y que el segurito que los sujetaba no se fuera a soltar. Solía usar siempre un par de medias de color carne  para tratar de disimular, aunque fuera un poco, lo hinchado y moreteado de sus piernas.
            Cada que Mau regresaba de la escuela, ella se encontraba lavando ropa o terminando de cocinar para comer a buena hora de la tarde, dígase a las dos o tres, regularmente. Antes de comer, siempre tomaba sus pastillas y se inyectaba insulina con la jeringa de un mililitro.
            Por las tardes, cuando terminaba de planchar, siempre se iba a recostar en su cama. “Es para que descansen mis piecitos, que ya me andan punzando”. Dormía hasta que las horas pasaban y las calles se teñían de claroscuros: noches en que la luz de los postes hacían posible la visión para todo transeúnte. Dormía hasta que papá llegaba, cansado por el trabajo,  y buscaba que había preparado en la cocina. Casi a la misma hora, los otros dos hijos (Fabiola y Enrique) llegaban de estudiar y/o trabajar.
            Un día por la tarde, sábado, seguramente, Blanca Estela se encontraba aseando la sala. La escoba cumplía con su función casera con cada barrida. Pero, tras un movimiento incierto, ella alcanzó a golpearse su pierna derecha con la esquina de una mesita. Y a pesar de que el impacto haya sido mínimo, los vendajes comenzaron a teñirse de un rojo marrón. Optó por mejor sentarse en una silla.
            Ella llamó a Mau, quien en ese entonces contaba nueve de edad y quien se encontraba dormido en su cuarto. El infante escuchó el sollozo y bajó con la intriga y preocupación. A la hora de asistir a su madre, le quiso ayudar a retirar la venda; pero tras un movimiento en falso, parte de la costura se atoró en una costra, misma que al ser forzada logró romperse y escapar sangre a borbotones.
            El chorro de sangre alarmó a ambos. Mau corrió por papel de baño,  cortó un tramo, lo hizo bolita y presionó contra la herida. Pasaron cinco minutos hasta que el flujo rojinegro comenzó a cesar, por lo que el pequeño pudo, al fin, tomar el teléfono y marcar a papá.
            A más tardar en una hora, el jefe de la casa arribó a la escena, dejó su maleta en el sillón y se dirigió con su mujer. Ella, desde la cama, yacía dormida, como siempre, ya más tranquila.
            La diabetes había hecho una más de las suyas.
En años posteriores, su cáncer fue consumiéndola de manera paulatina. A finales de 2006, su rostro solía notarse un poco más cansado y las canas poblaban cada vez más sobre sus cabellos rizados. Su voz se escuchaba tan gastada como sus vestidos. Sin embargo, sólo había pocas cosas que no cambiaban en ella: sus raciones de insulina y su maestría en el auto suministro.
Mau, con el tiempo, se fue volviendo aprendiz en el arte de los quehaceres en casa, no sólo por solidaridad, sino porque llegó el momento en que su madre, Blanca Estela, ya no podía levantarse de cama, pues el dolor en sus piernas era tal que le privaba de su libertad para desplazarse, si quiera, dentro de la casa. En años anteriores, ella subía las escaleras con esfuerzo: subía escalón por escalón; un pie nunca podía dar el siguiente paso sino hasta que el pie el anterior le alcanzara a la par.
Aquellos fueron los mismos pies que recibían un tratamiento especial, un tanto familiar. Cada semana, todos se encargaban de limar la planta de sus pies con una lija especial para diabéticos. Blanca cargaba con unos pies que lucían siempre cenizos, y a pesar de que la lima no hacía el milagro de recobrar el color de hace veinte años, al menos lograba suavizarles un poco.
No obstante, a inicios de 2007, un accidente marcó el inició de final: Blanca regresaba del mandado cuando, su paso andante recorría una zona en donde el pavimento estaba bastante descuidado y sucio. Entre las grietas de éste se escondían residuos sólidos de todo tipo: cajas, latas, botellas de jugo y cerveza.
En un descuido, un vidrio roto le atravesó el zapato,  originando una herida un tanto profunda en la parte del talón. A partir del día siguiente, ella comenzó a guardar cama, de ahí hasta que el Humberto llevó a su esposa al hospital de Zaragoza.
Un mes duró ella en el hospital. Durante en ese lapso, todos tuvimos que movilizarnos y ponernos al tanto. Tanto Humberto como Enrique y Fabiola, dado a que contaban con la mayoría de edad, se encargaban de llevar todo lo necesario al IMSS en horario de visitas: papel de baño, jabón, cepillo de dientes, pasta y más vendas, entre otras cosas. Ellos tres se organizaban para hacer guardia y rolar turnos.
Mau, por su parte, le tocaba la significativa labor de resguardar la casa cuando llegaba de la escuela. De hecho era algo que empezaba a hacer en mayor parte desde que su madre yacía en cama. Cuando llegaba, con el uniforme puesto, revisaba que había en el “refri”, sopesaba los recursos que encontraba y hacía la lista del mandado de lo que iría a comprar. Blanca Estela, desde su base, le asesoraba con lo que el puberto tenía que comprar, siempre y cuando, fuesen alimentos que estuviesen permitidos en la dieta de un diabético. Y, al regresar del mandado, sólo restaba meter manos a la obra para prepara ya sea unas enchiladas suizas, un caldito de pollo o sopa aguada, dentro de las primeras cosas que aprendió a preparar Mau.
Pero durante aquel mes, él tuvo que hacerse de su empiria dentro del campo de batalla para tomar lidiar con los labores de la casa. Sin embargo, las noticias que llegaban por la noche sobre el estado de su madre, según su papá o sus hermanos, no llegaban a ser tan satisfactorias como uno hubiese esperado.
            Las malas noticias han ido desde “tuvieron que hacerle diálisis” hasta “le dio a tu madre un paro respiratorio”. Tras esta última, Mau nunca pensó que algo como la diabetes pudiese derivar en algo como lo que acababa de escuchar. Ya había pasado un mes desde aquel momento en que se despidió de ella, afuera de su casa, a punto de dirigirse al hospital. La visión que tenía él sobre tal padecimiento le denotaba un panorama un tanto ignorante y prejuicioso.
            Al lunes siguiente, fue tal el pesar hasta el punto en que Mau deseo simplemente que el dolor de ella terminara, que se fuera a descansar allá arriba, resguardada en le inmensidad de Dios. Y pareciese que los deseos que volvieran realidad, pues al día siguiente, Mau se dio cuenta que Dios, al fin, lo escuchó.
            La diabetes es la primera causa de muerte en México, según datos del INEGI y la OMS. Incluso, en el 2010 los decesos por Diabetes Mellitus crecieron de 77,699 de muertos a 82,964, un 14.5% anual.
            Mau, a partir de entonces, desarrolló una cierta y ciega aversión por las cosas dulces. Prefirió otros vicios que no derivaran en una posible diabetes. “Espero nunca me de”, dice. Pero en realidad esto es algo que sólo Dios y la ciencia habrán de saber.        

A sangre blanca


 “¿Estás bien, mamá?”, preguntó la pequeña Jenny. Se había preocupado por su madre, quien tras un movimiento en falso alcanzó a cortarse con el cuchillo de los limones.
         “Descuida, cariño. Tan sólo fue una cortadita. Nada grave”, replicó doña Nancy, a pesar de que le fue imposible ocultar aquel quejido de dolor que le delataba su rostro a la niña. En cambio, la pequeña Jenny postraba con horror su mirada en la servilleta con la que su madre se limpiaba: ésta se teñía de un rojo acuarela. A pesar de que tan sólo haya sido unas cuantas gotas, eso no evita que para la menor sea una de las cosas que menos le agradaron en lo que va de su existencia.
         La pequeña Jenny, a sus escasos cinco de edad, siempre solía lucir tan radiante de energía y con una sonrisa que garantizaba su alegría siempre desbordante. Eran realmente poca las cosas por las cuales le ocasionara que sus ojos se encharcaran y sus gimoteos suscitaran. Para ella, nociones como la de violencia, destrucción, la muerte o el dolor, entre otros, le eran un tanto impuros de la condición humana, por lo que siempre pasaba por un trago amargo con tan sólo escuchar a alguien mencionar una mala noticia que contuviese esa clase de cogniciones. En pocas palabras, según su madre, ella era tan mala como un conejo.
         Sus pensamientos eran tan inocentes como su imaginación. A veces, cuando jugaba sola, su fantasía le conducía a un paraje de tierras lejanas en donde había que armarse de valor para salvar a poblaciones enteras de los presuntos bandidos; o ya sea viajar al espacio para librar una lucha intergaláctica (sólo Dios sabe de qué manera), en las que la pequeña infante jugaba el rol de una princesa que lidiaba para así obtener su pase de vuelta a casa, a su hogar, en donde las galletas se acompañan con leche tibia y los niños se duermen temprano para descubrir el desenlace de sus aventuras en su mundo onírico.
         No obstante, durante un día cualquiera, su alma de niña llegó a tropezar con la piedra de su propia ingenuidad.
         El sonido estruendoso de la chicharra         dio cita al recreo, los niños poblaron en un santiamén el patio y la hora del juego nubló el entorno de risas y algarabías por doquier.
Desde hace ya unos días que Jenny había querido trepar por entre las ramas de una bugambilia para rescatar la pelota de su amigo Leo, quien había sido una víctima más del bullying, ejercido por su re-contra-archi-enemigo Pedro, “un niño tan malo como la carne de puerco y la hora nacional juntas”, según las malas lenguas.
Con todo y vestidito de flores amarillos con fondo rojo, Jenny optó por ir a salvar aquella princesa esférica que yacía atrapada en uno de los calabozos de ese castillo un tanto enredoso y picudo: había ramas que guardaban espinas, en cierta medida, peligrosas para alguien de su edad. En cambio, fue también el deseo de Jenny por vivir las aventuras de un héroe al permutar los roles para rescatar la princesa (que, como todo buen cuento de aventuras, nunca nadie sabe, ni de qué manera, cómo es que siempre la terminan raptando).
La ventaja que tenía nuestra heroína fue que los dos principales troncos de la bugambilia que nacían desde su tallo se bifurcaban de forma muy inclinada, por lo que sólo era cuestión de camina cuesta arriba como se sube a una colina empinada. El árbol era tan grande que sus ramas lograban a medir poco más allá del primer piso de un edificio de clases; su follaje era frondoso, un buen escondite si uno decide perderse entre las pequeñas flores rojas que, en conjunto, decoran el panorama a la vista de uno.
Después de cinco minutos de haber iniciado la misión, la operación fue todo un éxito. La pequeña avalentonada había asegurado la pelota de Leo tras alcanzar una de las ramas que, por suerte, tenía apenas unas cuantas espinas, a comparación de otras más con las que se había enfrentado en su travesía colina arriba.
Sin embargo, al bajar Jenny, un paso traicionero le hizo titubear entre una rama sobre la cual estaba colocada. El volumen que ocupaba el esférico bajo su brazo derecho no le favorecía, por lo que inevitablemente tuvo que pisar una de las ramas que tenías espinas. Por suerte no se pinchó, ni mucho menos se atravesó el pie, pero se alcanzó a escuchar un “¡crash!” a la par que la rama verde y tierna se partiera en dos. Al instante, la pequeña dio un brinco en una rama mucho más fuerte en la cual pudo hallar equilibro.
La rama rota, la cual ahora tendía desde el mismo punto de ruptura, lucía como alguien que durmiese con el brazo colgando de la cama hacia el suelo. Jenny se asustó no sólo por el hecho de haberle roto un brazo al árbol, sino porque vio cómo la savia emanaba de la herida recién acuñada.
“El árbol está sangrando”, pensó en voz baja. Ese día, a pesar de haber hecho su buena acción, terminó por causarle un dolor a alguien más. Regresó a casa cabizbaja sin decirle nada a su mamá.
No pudo dormir durante la noche. Cada que dormía, soñaba que era enjuiciada en el Tribunal de la Madre Naturaleza por haber agredido de manera física a la pobre bugambilia, quien la acusaba por daño físico, moral y psicológico.
Tras su desesperación, decidió tomar cartas en el asunto y compensar el acto de su presunto pecado: se encaminó hacia el botiquín de su baño, de donde tomó un par de curitas y los llevó a la mañana siguiente como material de contrabando a su escuela.
Dicho y hecho: regresó a la escena de crimen. La savia se había secado, pero no le importó a la pequeña Jenny: arrancó la rama que ya se encontraba seca; le quitó el plástico protector al curita y se lo puso con cuidado al árbol de manera que cubriese en la mejor medida la dichosa “herida” que le originó.
De regreso a casa, le contó a doña Nancy sobre su Jenny-aventura, detalle con detalle, mas era algo que ya no le causaba tanto conflicto. Al fin había depurado su alma y su consciencia un tanto culpígena por aquél incidente suscitado. Su rostro recobró la sonrisa “colgate”; y su imaginación, la capacidad de escaparse en mundos diversos para vivir una aventura más.
Finalmente, la pequeña Jenny cerró su defensa a doña Nancy: “descuida, mamá. Tan sólo fue una cortadita. Nada grave”.

viernes, 13 de abril de 2012

Esto no es una colonia

Ubicado en la periferia del Distrito Federal, la demarcación de Valle de Aragón es como una bandera alemana: la colonia está formada por tres hileras de diferentes tipos de hogares. Hay departamentos, con seis pisos cada uno; casas dúplex, con un hogar en cada piso; y casas solas que, hace varias décadas atrás, eran tan iguales como las Casas GEO.




Desde que tengo memoria, el suburbio de Valle de Aragón guarda ciertos tintes de madurez: las arrugas agrietadas persiguen el paso andante de quien vaga desde la avenida Central hasta avenida Valle Alto. El desgaste de la colonia está tanto en la acera, en las construcciones, como en el panorama y su gente.

Entre las franjas que dividen las hileras de aquella bandera colonial, entre las avenidas de Yang-Tse y Yukón, circundan las “peceras” que van ya sea para Martin Carrera, Basílica, 18 de marzo o para Indios Verdes. Sin embargo, casi nadie conoce Valle de Aragón. “¡Ah! Mira: ¿Ubicas la San Felipe? Pues está a ladito”.



Uno de los puntos clave de mayor concurrencia es el mercado, el Jiménez Cantú, ubicado en el epicentro de la colonia, en donde la gente transita como hormigas en un hormiguero. “¡Hola, manita! ¿Qué le damos?”, cuestiona el verdulero al acercarse la gente a su trinchera de frutas y verduras; “deme cuarenta de maciza de marrano”, se alcanza a escuchar allá a lo lejos, en la carnicería de don Manolo, donde las “doñas” arman sus bolsas del mandado mientras se disparan chismes mutuamente.




Aledaño al mercado, está la Iglesia, aquel castillo grisáceo y gigante, aquella fortaleza en donde aún descansa la palabra de Dios para los creyentes. Los domingos, frente a las rejas de la casa del Señor, suele estacionarse una vagoneta que provee de tamales a quienes van saliendo de recibir el sermón del padre, y a otros tantos que vienen porque esos tamales son de los más concurridos (y ricos) de la colonia. “¡Híjoles! Ya se me terminaron los de verde. ¿Ya ves? Por no llegar tempra’ a misa”.




Pasando la avenida, a lado de las tortillas, Pan Valle abre sus puertas desde que canta el gallo para ofrecer su ricas chapatas, conchas y cucuruchos de chocolate con chantillí. Se trata de un establecimiento un tanto antaño que ha vendido pan desde que tengo noción de mi existencia. No obstante, es contrastante ver cómo hoy en día, con el aspecto lúgubre y no tan salubre, cuelga de un muro un gran diploma enmarcado con el encabezado “1er. Lugar. Por su calidad e higiene en sus productos. Año: 1995”. La relatividad del pan no puede ser más obvio, pues a pesar de que dicha higiene se haya perdido con el paso de los años, quizá sea lo insalubre lo que le dé mayor sazón. Todo cuesta en esta vida.




Pero, ¿y qué hay de la gente ahí? Bueno, hay de todo: niños, jóvenes, adultos, viejos, hombres, mujeres, creídos, guapas, oficinistas, raros, pepenadores, ambulantes, testigos de Jeova, “fresas”, “chacas”, etc. Nada del otro mundo.

La mayor parte de quienes sobreviven a Valle es gente humilde que vive, despierta, sale, trabaja, regresa, convive, consume y descansa. Aquel conjunto la engloban las familias jóvenes, los viejos y jubilados.




Sin embargo, existe una minoría de juventud precoz y desmedida y llevan la fiesta y demás reventones en casas, en pequeños bares de la colonia y demás centros “cheleros”.




Durante la noche, más los fines de semana, es recurrente oír a lo lejos el reggaetón o el “punchis punchis”. Conforme muere el sol, la colonia se torna un tanto insegura para andar por ahí, solo y vulnerable ante los asaltos nocturnos.

Hace medio año que varios vecinos fueron a quejarse con el delegado de “la bola”, el ayuntamiento situado a las faldas de la avenida central. “Uno nunca sabe cuándo le vaya a tocar a uno. (…) A mí ya me chacalearon dos veces desde el año pasado. (…) Y luego con eso de que andamos a lado de la campestre y la San Fe(lipe)”, menciona don Victor, de Valle de Matamoros 123.




A voces vive la presencia de una pandilla de “reggaetoneros” conocida como los “chaneques”, quienes se concentran en la zona de las casas dúplex durante los fines de semana y reventón. A chismes se tienta a creer que el cártel de la familia Michoana ya está operando cerca de por ahí. ¿Será?




¿Qué será de los niños de las dos primarias públicas que operan en la Valle? ¿Acaso se verán mal influenciados como la mayoría de los pubertos precoces que pasan a secundaria? ¿Serán como los actuales delincuentes juveniles, quienes sobre dos ruedas y un motor, asechan contra la seguridad que hace diez años respiraba en las calles?

En los días inciertos, el vochito chismoso recorre las mañanas mientras que, con paso lento, la garganta parlante de su altavoz grita que mataron a fulano de tal en equis calle. Ninguna novedad.




Quizá, uno de las cosas que alegran la colonia, por ejemplo, son los primeros de noviembre, en donde a lo largo de un gran segmento de avenida Valle de Yang-Tse, desde la iglesia, hasta unas 10 cuadras con dirección a Valle alto, se arma una fiesta de vida y color. Grandes y chicos visten de pieles diferentes: unos de calaca, otros de lechita Blur. Aun cuando la avenida se ahoga de tanta gente, no falta, año con año, el par de chiflados que, en calzoncillos y con máscaras de luchador, se aventuran en bici semidesnudos para abrir paso entre el mar de gente. Un clásico en Valle.




Aquel epicentro, en donde parece haber lo más emblemático del barrio, es el escudo nacional, es el blasón que radica en el centro de aquella bandera populosa; es la semilla de donde se irradia y reúne vida.




Valle de Aragón es muchas cosas a la vez a excepción de una, y quizá sea sólo Magritte quien me comprenda, pero esto no es una colonia.

lunes, 30 de mayo de 2011

Recuerdos lejanos, amores cercanos

¿Y si en esta noche te escribo una carta de amor? ¿Y si de repente la luna, con su luz de plata, me descubre al colarse por mi ventana?  ¿Y si mi psicosis me hace imaginar tu sublime y fantasmal figura delante  de mí? Y pensar que no te has movido de tu urna durante los últimos años.

            Hago remembranza de aquellas tardes de domingo, en el campo, bajo el cielo azul. El sol, radiante de energía, y tú, de carisma. ¿Recuérdas cómo lográbamos ver el mar a lo lejos? Era hermoso oír el vaivén de las olas al acercarnos, a tal grado en que se convertía en una música serena, pacífica. Pero era más hermoso saber que compartía aquella vista aguamarina contigo. En realidad eras toda una metáfora para mí y ya no me hacía falta mirar hacia el mar sino hacia ti: tus ojos cavilantes y marinos;  aquel cabello como rayos del sol, dorados, con ligeros matices oscuros; la piel de tu rostro, blanca, mas nunca mestiza, como la nieve que arriba en lo más alto de las montañas. Era divertido el bailar de tu vestido de lana, de tu falda (para ser preciso), cada que el viento nos susurraba en aquella lengua incomprensible a nuestros oídos.

            ¿Recuerdas nuestros días de campo? Recuerdo cuando discutíamos sobre ir en carro o en bicicleta. Por lo que siempre optábamos por almorzar detrás de la casa, en una pequeña mesa de campo que compramos para comer cerca de las hortalizas. La mesita ahora está algo gastada, siento no haberle puesto el tornillo que le falta. De hecho no pienso repararla, ni hoy ni mañana, pues nunca me haré a la idea de almorzar en mesa para uno durante un lindo día de verano. No sin tí. Con decirte que aún miro con nostalgia nuestro árbol que tenemos en el patio. Recuerdo también cuando le tallamos su primer corazón, y, dentro de él, nuestras iniciales.

             Pareciera que fue ayer cuando te propuse matrimonio. Eran vísperas para entrar a un nuevo milenio, y ya de por sí 1999 se me había hecho un año demasiado largo.Te había invitado a comer a mi casa, y te había preparado tus favoritos: mortadela en salsa de jitomate con morita, lasagña con harto quesillo como plato fuerte, y para terminar dulce de leche. Aquel era una de las pocas ocasiones en que me ponía un camisa, limpia (si no es que pulcra), con zapatos negros y lustrosos a más no poder. Incluso me habías dicho que parecía un poco exéntrico, ya que siempre, desde nuestra juventud me veías en una calidad de pandroso, como todos los días, cada que entrábamos a la escuela por la tarde con mochila llena de libros al hombro.

            No obstante, por aquella noche, yo venía más que preparado, si acaso un tanto asediado por los nervios, pues esperaba que los buenos augurios me auxiliaran tras las limpias que me había hecho con los brujos tatemacos durante la mañana; le había rezado a la virgencita dos padres nuestros y tres credos y había utilizado el mantra para acomodar mis chakras. Había hecho hasta lo imposible. Sin embargo, venía resguardado con mi arma única y secreta en el momento que me puse en cunclillas con dirección hacia tí: mi anillo, de carácter humilde pero sincero.

            En el momento en que saqué, como por arte de magia, la sortija dentro del ramo de flores, te levantaste enseguida por la emoción, llegando, incluso, a vacilar un poco por el piso mojado que recien estaba trapeado. Pero en seguida me respondiste que sí, con tus ojos encharcados y tu ancha sonrisa de felicidad. Yo, extasiado por la respuesta, tan sólo gritaba en mi mente un “¡A huevo!”.

            Tantos años de felicidad en nuestro nidito de amor. Nunca tuvimos hijos, pero al menos adoptamos un perro. Cada que me siento más solo de lo normal, sólo le grito “¡Pancho! ¡Ven pa´ acá!”. Ahora está gordo y viejo como yo. Confío plenamente en que estarás viendonos desde allá arriba, perdida en la inmesidad de Dios, o quizá, entre la pluma y el papel en el que escribo ahora mismo.

            Quisiera ya poder estar ya contigo. Quisiera morir para depositar mis cenizas donde yacen las tuyas, y, posteriormente, derramarnos de nuestra urna para ser libres y viajar junto al viento mientras nos susurramos aquellas palabras, incomprensibles para los demás, pero frescas con un mensaje amor para nosotros. Quisiera que nos perdiéramos en el espacio e ir de estrella en estrella por toda la eternidad. ¿Y sabes por qué? Porque quiero romper ese dogma de “hasta que la muerte nos separe”. ¿Por qué? Porque te prometí un “hasta pronto” y no un “adios”. ¿Por qué? Porque te amo.

sábado, 9 de abril de 2011

El amor en los tiempos de la influenza

Era inevitable: el sabor de las gomitas de uva le recodaba siempre el destino de los amores contrariados. Leonardo lo fue percibiendo desde que la veía entrar al salón, como todas las mañanas. Aquella chica de rizos definidos y lonchera de animalitos. Se llamaba Lourdes, aunque todos le decían Lulú, y acababa de mudarse de Cuernavaca. Pero para Leo era algo más que una niña morelense de cabello rebelde y ojos avellanados. Pues, cada que se trataba sobre los negocios del corazón, consultaba la sabia y fémina palabra de Jazmín, su confidente oficial.

 - ¡Oh! Lulú es tan linda que me hace sentir mariposas en el estómago – sentenció seguido de un breve suspiro alentador.

- ¿Mariposas?- cuestionaba Jazmín con cierta socarronería – Pero si eso mismo te hacía sentir Rebeca, Julieta, Adriana…

- ¡Pero Lulú es diferente! – interrumpió.

- ¡Claro! Como también lo fueron Rebeca, Julieta, Adriana…

                Pero era verdad, al menos para Leo: ella tenía ese no sé qué, de no sé cuándo, que quién sabe cómo, pero que tanto le encantaba. No sabía si era por el acento de su voz que siempre acariciaba sus oídos, o por los hoyuelos que inevitablemente se dibujaban en sus mejillas al sonreír; o quizá también porque sonreía, a su vez, con aquella mirada tierna. Los planetas estaban alineados. La buena vibra y el buen karma estaban a su favor. Y ella ahí, en la mira de alguien a quien, como todo buen puberto de su edad, la hormona le saltaba de un lado para otro.

                Leo tenía claro que, a pesar de su temprana experiencia respecto a los infantiles asuntos del amor, los resultados en que se encaminaba no eran los más propicios, ni siquiera promiscuos, a pesar de que a esa edad todo es un mero juego de niños: cuando le regaló su tarántula a Karina, no sabía que a ella le causaba aversión toda cosa que tuviera ocho patas; tampoco  fue buena idea el haberle contado chistes de gallegos a Lucía, quien había vivido casi toda su vida en La Coruña; y ¿cómo carajos iba saber que Sofía era alérgica a las nueces?, por lo que, a consecuencia, aquel Romeo siempre revisaría el empaque los chocolates antes de regalarlos a sus posibles Julietas.

 Tan sólo eran gajes del amor, como solía decir tras un fallido devaneo, tan sólo para sobrevivir su moral. Ciertamente, eso le traía acongojado desde hace tiempo atrás, pero al menos se encontraba mucho mejor a comparación de aquella gente que padeció el brote de influenza.

- ¿Y si le dijera a Lulú que juguemos timbiriche con las pecas de su mejilla?- planeaba el enamorado.

-¡Deja de decir sandeces!

                A Jazmín le costaba trabajo hacerle entender que las bromas y los chistes no eran las únicas tácticas que podía emplear  para lograr su cometido. Faltaban poco días para salir de vacaciones, así que debía ponerse manos a la obra para poder visitar a su futura novia en su tiempo libre y vivir un amor de verano.

                Sin embargo, Leo siempre cometía el mismo error de siempre: se apresuraba a un intento de chacoteo ameno. Era más la ansiedad de que sus vaciles para ganar en rostros ajenos una sonrisa que le garantizara seguridad en sus acciones. “¡Qué patético!” le reprochaba su ángel guardián.

                Los días pasaban y ningún plan se les ocurría. Y vaya que eso era malo, pues, por otro lado, ya había competencia. Carlitos, el güerito oji-azul  que se sentaba hasta el otro lado del salón, había comenzado a ganar puntos a favor: poco a poco invitaba a Lulú en los recreos para compartir el Boing y los Cazares.

-¡Maldito güero, el hijo de la fregada! – gruñía Leo con sus desaires.

                Y, como era de esperarse, por alguna extraña razón dentro de los orígenes que producían de los celos, Leo emanaba un fuerza titánica en contra de los nervios que tanto le causaban Lulú. “¡Esto es la guerra!”, decía, y como tal, se armó de valor para regalarle, después del recreo, gomitas de dulce, de las que sabía que eran las favoritas de la susodicha.

-¡Son de uva! ¡Ay, Leo! ¡Eres tan bueno!- le dio un beso en la mejilla y corrió a su pupitre con sus amigas.

                “¡Vaya! Hasta que al fin haces algo bueno”, le decía Jazmín al extasiado guerrero de alegría desbordante y ancha sonrisa, quien había logrado un buen contra ataque. Todo marchaba bien hasta que cierto día, su re-contra-archi-enemigo comenzaba a llevar una guitarra a la escuela. A Leo tan sólo le corroía la envidia, pues sabía que Carlitos tenía “callo” para los arpegios, a comparación de él, quien apenas podía rasgar con dificultad dos acordes continuos. Lo qué más le encolerizaba es que ya no sólo le compartía del Boing y los Cazares en el recreo a Lulú, sino también ahora le cantaba las de “los bitles”.

                Se encontraba desarmado; sentía que había perdido la batalla; mucho peor: había perdido la guerra. Sus posibilidades de opacar al chico arquetípico quedaron reducidas a posibilidades casi nulas.
-¡Arriba, soldado!- le gritó Jazmín, seguido de un zape en la nuca – ¡Esta guerra aún no acaba hasta que acaba!

                Comenzaron a elaborar un plan fríamente calculado. Sólo restaba una semana para fin de clases. Mientras Jazmín le ayudaba a Leo a decorar una decena de hojas llena de cursilerías pueriles,  el amante se enlistaba para hacerle frente a Carlitos y ganar el corazón de Lulú. No fue sino hasta el día en que, bajo la presión de tiempo que ahorcaban esperanzas, Leo habló con él. Y, con la altivez de un león y la rudeza de su discurso, logró hacerle frente con un sin fin de palabras y agregando la advertencia de que sólo él sería el dueño su corazón. Caritos, asustado con su actitud, sólo pudo objetar con cierta timidez y pleno desconcierto: “¡Oye! ¡Tranquilo!” Si a mi la que me gusta es Jazmín, pero me he juntado más con Lulú para pedirle consejos el día que me le declare”.

                ¿Acaso sería verdad? ¿Realmente podría fiarse en que no había ningún peligro? ¡Claro que no! Leo ni siquiera confiaba en Los Reyes Magos, porque nunca le traían lo que él pedía. ¿Por qué habría que confiar de pronto en Carlitos?

                Para no errar con ningún percance, y mucho menos mermar alguna insulsez, Leo preparó su arma, su equipo de guerra para la batalla final, para el último viernes en que vería a Lulú: dentro de una canasta, además de la docena de cartas incorporadas, había colocado un par de peluches, dos globos en forma de corazón, rosas de papel, y una gran variedad de dulce, entre los que destacaban las gomitas de uva, por supuesto.

                El jueves en la noche, con la conciencia tranquila después de acabar los deberes académicos, los del hogar y, sin pasar desapercibido, los del amor, podía ir ya directo a la camita y prepararse para el día del juicio final. Confiaba mucho en su arma secreta, por lo que ya cantaba victoria ante la zozobra que no le dejaba en paz.

                Mientras cenaba, había comenzado ya el noticiero de las nueve, y una noticia devastadora fulminó los sueños triunfantes de Leo: por decreto presidencial, a causa del brote de la influenza, mañana, viernes, no se abrirán las escuelas públicas. Con la derrota clavada en el corazón, no hizo más que caer en su cama para sangrar entre lágrimas por un intento fallido más, de igual manera que lloraba por haber gastado en vano todo lo que había ahorrado en su cochinito.

                Lo último que supo de Lulú fue que regresó a Cuernavaca junto con su familia, pues su padre tenía miedo que pescara la influenza en la capital. Cuando se reanudaron las clases tiempo después, Leo ya no tenía motivos para seguir peleando. “¡Ánimo! ¡Ya verás que vendrá algo bueno!”, le dijo Jazmín, a quien el amor había tocado a sus puertas, y le había dado el “sí” a Carlitos.

                Pero no pasó más una semana cuando llegó una chica de intercambio: “Hola. Soy Vanesa y vengo de Perú”. En ese momento, borrón y cuenta nueva. Tabula rasa con el pasado: ya no quedaba registro alguno sobre Lulú, y, como todo buen circulo vicioso, el cuento del nunca acabar retornaba su curso.

- ¡Oh! Vanesa es tan linda que me hace sentir mariposas en el estómago… 

miércoles, 30 de marzo de 2011

A la tiendita de la esquina

Sólo había que cruzar una avenida para llegar a La Flor de Guerrero, una pequeña tienda de abarrotes en la esquina de la calle Misisipi, la cual contaba ya con algunos años de que Don Antonio la había inaugurado.  El comercio tenía casi los mismos años de vida que yo, y tras su buena racha como proveedor de abarrotes, el dueño (ciertamente) lograba el monopolio de gran número de clientes en la colonia. ¡Claro! Yo, como buen consumidor, no podía faltar mi presencia a favor de su economía.

            Daban cerca de las doce, el puesto de hamburguesas ya estaba instalado afuera del establecimiento, las almas transeúntes pasaban de aquí para allá; y yo, con la convicción de  mercar un kilo de azúcar, medio de huevo y dos litros de leche, me disponía a efectuar mi transacción.

            Dentro del a tienda, a toda hora, fácilmente moraban cerca de siete gentes en espera de ser atendidos en la pequeña ventanilla de Don Antonio. Los estantes de variados productos servían como una suculenta distracción visual ante las fritangas. Algunos caían en el hechizo de la mercadotecnia, mientras que otros simplemente no se dejaban persuadir por aquellas donitas glaseadas, listas para acompañarlas con chocolate de La abuelita, también disponible a su venta. Sólo que yo era de los que tan sólo se frustraban al saber que mi capital no alcanzar ni para darme el lujo de unas galletas saladas.

            En cambio, había personas que mataban su tiempo de espera al platicar con la vecina o en hablar por teléfono, además de los que contaban chistes con un dudoso sentido del humor al amigo que acompañaban: “caperucita roja se casó con su príncipe azul y ¿qué crees? ¡Tuvieron hijos morados!”.

            Al hacer fila fui testigo de un crimen infantil. Un pequeño infante, con la seguridad de que nadie lo veía, había hurtado una pequeña bolsa de chicharrones, la cual había ocultado dentro de su mochila con sigilo. A ojo de buen cubero yo le calculaba unos seis de edad al pequeño delincuente, pero su prematura edad no justificaba su injuria. Acto seguido: el mocoso salió como mosca de la tienda. Pude haber impedido que cometiera su inocente crimen perfecto; lo pude haberlo delatado con el tendero; pudo haber tenido su escarmiento aquel delincuente en potencia, pero no. Ciertamente, fue más mi solidaria apatía (por no decir cruda hueva) de ejercer justicia. “Por eso estamos como estamos”, pensé sin vergüenza.

            Era ya mi turno y al fin pude suspirar un aire de satisfacción que me había inundado hasta el pensamiento. Don Antonio comenzó a despacharme: el litro de leche estaba a doce con cincuenta, el kilo de huevo a diecinueve, y el medio de azúcar a nueve pesos. “¡Mierda!”, exclamé en un estado intrapersonal a la vez que disponía a vaciar mis bolsillos, “el mundo ya no es lo que costaba antes”.

La verdad es que con aquello de la crisis, hoy en día lo barato termina por convertirse en lo más bonito. Y no lo digo sólo por las dificultades económicas, sino que, si bien sirve de buen argumento, cuido mi figura, y mi cartera también.

Cuando llegué a casa estaba tan cansado que parecía absurdo, pero era verdad: quince minutos de tu vida esperando a ser atendido no es cosa fácil para un mortal. Pero tampoco recordaría tal ocasión como si fuera toda una hazaña, pues siempre he estado más que seguro que frecuentaré a Don Antonio por un buen rato más.

            De repente, durante mi pequeño letargo de cinco minutos a lo ancho del sillón, comencé a reírme con tal estupidez, y no por un estado de delirio alguno, sino porque ya le había entendido al chiste de caperucita.