viernes, 7 de enero de 2011

Noches decembrinas al calor del ponche

Como todos los años en época decembrina, al caer la noche, cerca de las nueve, las oraciones de los peregrinos vecinales tomaron posesión por toda la calle, allá, fuera de mi casa. De la comuna andante, iluminada por las humildes velas de colores que portaban los caminantes nocturnos,  se ejecutaba un tradicional canto gregoriano al paso que exhortaban a toda la manzana, tocando casa por casa, a salir a la posada que, amablemente, se organizaba a raiz de la iniciativa minoritaria de vecinas con buena fe.


"Ora pro nobis..."


      Al igual que en novenarias pasadas, nunca faltaban las oraciones finales a la puerta de la casa de alguna vecina chancluda, haciendo una remembranza sobre el viaje de la Sagrada Familia hacia Belén. Mientras tanto, fuera del acto donde las palabras de fe mantenían viva una tradición con sentido de ser, nunca me extrañaron que hubieran vecinos, entre los que destacaban niños, jóvenes y alguno que otro adulto imberbe, que tan sólo aguardaban, deseosos, a la hora del ponche y la piñata, sin mencionar el resto de los bocadillos y la colación para llevar. ¡Pobres de aquellos incautos! Pues comprendía su ansiedad, ¡claro!, al incluirme entre ellos.

      Los rezos cesaron y los niños se pusieron manos a la obra una vez dada señal para comenzar el ritual que ellos tanto esperaban con añoranza, más que tomar ponche o comer una tortita de queso de puerco: romper la piñata. La acción y el efecto de apalear tal cascaron de engrudo y barro no sólo es una fuente de diversión y adrenalina, sino que, debajo de la piel de papel maché, ha de encontrarse la recompensa de cualquier niño quien, tras la presión cantada con un "dale, dale, dale", trata romper tal figura suspendida en el aire.

      Dos comadres, Josefina y Amaranta, comienzan a colaborar, sacando unas cuantas sillas de la casa de la señora Esperancita. Una cuarta doña las apoya con una mesa flexible, acompañado de un gran mantel blanquecino.Un festín de sabores se arma ante la presencia y la acechanza de ávidos y gorrones. Por otro lado, hay quienes realizan los preparativos para la piñata, colgando sogas de extremo a extremo en los canceles de las ventanas en casas contiguamente opuestas.

      Los niños rápidamente se organizan en fila india, siendo tan organizados y dóciles, como un pelotón militar en linea para abrir fuego. Regidos por una jerarquía de estaturas en dos filas, una para cada sexo, los varones demostraron (a la fuerza de sus madres) que a su temprana niñez la caballerosidad no tiene edad, por lo que dejaron pasar a la niña más pequeña, quien sostenía con dificultad el palo de escoba del señor Pancho. Al paso en que cada infante intentaba derribar a su objetivo de las alturas, la segunda ronda de ponche era servida para la pequeña élite de las viejitas vecinas chismosas, sentadas en las únicas sillas presentes, distinguidas por su  sello de autoridad  y dirigencia, de primera instancia, al organizar su generosa posada.

      Al otro lado de la calle, los dos gorrones, compinches del hijo de la señora del cuarenta y ocho, entraban en escena. Y a pesar del evidente contraste de rasgos y facciones entre uno y otro, el trío de sinvergüenzas  se hacían pasar como los primos lejanos de la familia del chico de la vecindad, justificando su asistencia a los sándwiches de jamón de pavo, el agasajo de las tortas de pollo con mole, y, sin pasar desapercibido, la cuarta tanda de ponche con caña. Algunos vecinos, disgustados por el descaro intento de sus artimañas bien logradas, tan sólo dirigían en ellos vagas miradas recelosas. Pero ellos no daban importancia a tales roces, siempre y cuando abandonaran el lugar con la misión cumplida de sus barrigas satisfechas, por supuesto, sin pena alguna.

      Sin embargo, en otro punto de la banqueta, varios padres de familias, un tanto petulantes, charlaban de "cosas de hombres": presumían de las próximas vacaciones con sus respectivos familiares, compartían sus gustos por autos envidiados, se sentían mejores que Javier Aguirre al planear una mejor alineación en un partido contra Argentina, entre otros temas, altivos a mi parecer.

      Entre el tumulto de las mamases atentas, era normal encontrar a una que otra madre con un exceso de cuidado a su niño. "¡No se vaya a lastimar!", decía doña Carmelita, del cuarenta y dos, acerca de su vástago con apenas cinco años, encareciendo de manera peyorativa la (que para ella era una) mala idea de que Pablito saliera a convivir con la demás chusma.

      En el acto, protagonizado por una infancia violenta, el temible Juanito, el niño que había asesinado, con el amago de los demás, su tercera piñata consecutiva, dejó a flor de piel su sádicas e inocentes motivaciones. El pequeño victimario, monstruo para varios niños, disfrutaba hacer sangrarle los dulces a su inerte víctima en forma de estrella. Pero, en su último turno, su racha terminó al mostrarse cansado de tanto apalear, además de que el señor Luis, quien había estado manipulando la piñata desde la ventada, hizo todo lo posible para que el resto de los niños tuvieran oportunidad de apalear aquel ente flotante. Juanito, exhausto (pero feliz) por su hazaña, jubiló el resto de su noche para sentarse un rato y tomar el vaso de ponche que le había guardado su mamá.

      A continuación, Florentina ya esperaba con ansias su arma en juego para lograr lo imposible. Ella era una niña un tanto tímida, pero, dadas las circunstancias de que el jubilado niño mermó durante su último turno, hubo algo que le dio esperanzas de derribar la piñata. Y comienza la riña: Florentina lanza zarpazos a diestra y siniestra, pero ningún ataque logra conectar golpe alguno. "...Ya le diste uno, ya le diste dos...". A tales alturas del partido, la niña había bajado la guarda por la pena y resignación al marrar con sus intentos fallidos, por lo que, con entera mansedumbre, prefirió darle la espalda a la piñata y dirigirse a la fila para cederle el arma al siguiente valiente. Pero, de repente, un golpe de suerte (de manera literal) arremetió contra Florentina:


"...Ya le diste tres y tu tiempo se acabó".


      ¡Pácatelas!, se oyó decir con pasmo a alguien en seguidaPareciera un acto calculado del destino, de Dios, o de alguna otra fuerza sobre natural entre todos los presentes, pues, justo al momento en que las voces cantoras cesaron, el sonido percutor, ocasionado por el impacto entre la piñata y el cráneo de la niña, dieron una nota inesperadamente final a la tonada popular: el grito de las viejitas y las madres estupefactas, más unas cuantas que fueron por la niña; el señor Luis sentía como se ruborizaba de pena hasta las orejas, mientras que algunos padres familia (ahora) dirigían su mirada penetrante al responsable junto a la ventana; los zagales adolescentes y oportunistas lloraban a carcajadas insolentes al presenciar el adverso espectáculo; los niños,
en su máxima prioridad, tan sólo corrieron tras los dulces, la fruta, y demás corotos que despidió la sangrante piñata traicionera; y la niña, si bien tan sólo consiguió romperla (de burda manera), al menos tuvo la fortuna (¡gracias al cielo!) de que el mañana existiera para ella una vez más. Tan sólo se metió a su casa con un gran chipote craneal.


      Yo, por mi parte, me retiré aquella noche con una ancha sonrisa y un vaso relleno de ponche, además de una naranja que rodó hasta a mí en el momento del incidente. Regresé a mi casa satisfecho, pues a pesar de que todo haya terminado "bien" (por no decir "tan mal") para todos (a pesar de los sustos), comencé a valorar las posadas de mi calle, pues si bien logran haber pocas como la recién acontecida, entonces soy dichoso de recordar, acompañado de una ancha sonrisa, lo que alguna vez tuve suerte de vivir.