sábado, 16 de octubre de 2010

Pensando en ti.

Tuve la suerte de encontrar asiento en el autobús. El señor del sombrero pajizo, hombre humilde de edad avanzada, me permitió el lugar junto a la ventana. “Seguro baja antes que yo”, pensé.  Pero era más el cansancio que me causaba lidiar tres días seguidos con la tos y el paracetamol, sin pasar desapercibido uno que otro dulce de miel. La molestia era regular, así que mejor trataba de distraerme con cualquier cosa, ya sea al mirar allá afuera mientras recargaba mi cabeza sobre el cristal. Era un día sereno, tal y como lo fue ayer o antier, siempre pensando si mañana será un día mejor o peor,  y no me refiero sólo a cuestiones sobre el “mejoralito” o la herbolaria de las abuelas.

                Los segundos comenzaban a convertirse en minutos, los minutos en horas y yo me seguía preguntando sobre qué estará haciendo ella en este momento. Desconozco la respuesta. Lo único que sé es que quisiera que ocupara el asiento del hombre del sombrero de paja. Para ser sinceros, aún la echo mucho  de menos, y no es que se trate de algún fallecido en guerra, o alguien que acaba de mudarse a miles de kilómetros de casa, sino de un amor peregrino, doliente y divino, como lo fue.

                Guardo presente su imagen, fresca, como si fuese de ayer, y más que mi mejor amiga, mi familia también. Y si en tiempos aquellos me había acostumbrado a su aroma, doy por hecho que jamás lo menosprecié desde la primera vez, pues la costumbre nunca significó “deterioro” o “aburrimiento”, sino al contrario, pues se convertían en lazos más fuertes con cada día. Nada fue en vano.

                Saco de mi bolsillo un trozo de propaganda que me dieron mucho antes de subir al transporte público y, con la hojita algo arrugada, me dispongo a hacer una ranita de papel. Terminando los dobleces, mi rana no salió como yo esperaba, pues tenía más arrugas que el hombre de a mi lado. A ella le gustan mucho las ranas, incluso las colecciona de todo tipo (de peluches, de papel, colgantes, etc.). ¿Por qué las ranas? Creo que nunca se lo he preguntado. Una vez escuché que existen más de dos mil tipos diferentes de ranas en todo el mundo. ¡Me sería difícil imaginar tan siquiera a unas mil en su habitación! Y como otro dato curioso que logré escuchar, la rana, por su forma anatómica, siempre avanza hacia adelante, nunca hacia atrás.

                Minutos más tarde, después de que el asiento de a lado estuviese vacio, no tardó en que lo ocupara un chico de lentes, con cuaderno, lápiz, calculadora, y nada más. Oía cómo susurraba un sinfín de números para sí  mismo, a pesar de sólo poder ver de reojo algunas ecuaciones sobre cálculo diferencial e integral. Las matemáticas nunca fueron mi fuerte, pero ella fue siempre todo lo contrario respecto a los números, pues es algo que le gusta mucho. Incluso, si no fuese por su auxilio, no hubiera pasado mi examen final con nueve, ¡claro!, no, sin antes, haber aprendido de la maestra que fue para mí. Ella siempre supo ayudar a sus amigos, además de superar cualquier obstáculo que se le enfrentara, por más difícil que fuese, pero siempre estaba ahí, fuerte, valiente y decidida. Tal vez se le parezca como a una rana, pues, en todo momento, ella nunca retrocede y siempre avanza hacía adelante.

Siento cómo el efecto del paracetamol cobra efecto. Mis músculos se relajan y los escalofríos disminuyen. El efecto de la droga ayuda con el dolor cabeza, pero no a la del alma. Extraño cuando me endrogaba con su cabello lacio, sedante y oscuro, haciendo juego con sus ojos castaños. De tez blanca, más no albina, si acaso un poco bronceada, fina, tersa y sonrojada. Extraño cuando su voz acariciaban mis oídos con un “¡Hola!”, pero extraño más cuando acariciaba mi corazón con un “Te amo, (coloque su nombre aquí, tan sólo para ganarme la empatía de mis presentes lectores)”, seguido, de mi parte, con un “También te amo, (ahora coloque el nombre de su ser amado), como no tienes idea”.


                Y es que son tantas las cosas que he vivido a su lado, desde ir a dar una vuelta al parque hasta contraer un susto en la casa de los espantos; desde una sonrisa espontánea hasta una lágrima compartida. Esos recuerdos, y muchos más, de los cuales me he limitado a compartir, tanto a ustedes como  a mi presente pensamiento transcrito, pues si de algo seré egoísta, será, entonces, de todos esos buenos recuerdos y de tragos amargos que hemos pasado, siguiendo mi camino con la confianza de que siempre los tendré vigentes como algo mío, propio, íntimo, y de nadie más, exceptuándola a ella, sólo en mi memoria.

                A continuación, procedo a descender del camión con un presentimiento. Sin saber si es don o virtud, lo predije, pues estaba ahí, de pie, habitando el extenso jardín. Me acerqué hacia ella sin tener que enfrentarme a algún obstáculo o trampa. La atmósfera cubría todo con un aire muy a su parecer, muy familiar, pero que, nuevamente, se apoderaba de mí respiración un tanto congestionada y delatadora: dejaban expuestas a la  luz de la verdad tanto a mi tos como a mis sentimientos.

                “¿Te sientes derrotado, de nuevo?” pregunta mientras clava su castaña mirada a través de mi débil antifaz. “Siempre te conocí” decía a la vez que me despojaba de esa máscara sin intriga alguna. Me siento desnudo y vulnerable. Ya no hay frío ni enfermedad. Algo comienza desde adentro y un ardor placentero se apodera de mis excitados sentidos gastados.

                Parecieran  que se prolongaran en un año y medio los eternos segundos que nos envuelven, contemplándonos en silencio al placer del tiempo. Ya sea que dos segundos resten para romper tal serenidad con un “te amo, aún”, mientras clavo mi pupila en tu pupila. Y derramamos sangre mestiza, dejando, siempre para ti, mi corazón oxidado.

            De repente, desperté estremecido y quejumbroso. Las tos había vuelto y su ausencia también. Sus labios ya no rozaban con ternura y suavidad contra los míos, y el calor que sentía de sus brazos al cuello, congelaban mi soledad. Me desconcerté al verme de nuevo en el asiento, junto a la ventana. El camión no había frenado al pasar un tope, ganándome un sentón de nalga y robando mi único sueño, tan bello y placentero, como lo había suscitado. Y es que, con los escalofríos de vuelta, recuerdo haberme quedado dormido, otra vez, pensando en ti, como lo fue ayer.

lunes, 11 de octubre de 2010

Amor de amantes terrenales























Gracias a ustedes hoy no estoy solo, ni lo estuve ayer, ni en un futuro cercano lo estaré, o al menos por un buen rato. Pues siempre están ahí, recibiéndome de a diario con los buenos días por cada sol que nace. Y no se diga cuando muere cálida la tarde. 

      Fieles compañeras por la noche y la mañana, de aterciopeladas pieles morenas; amables y cálidas a su tacto atrevido pero agradable, un tanto deseable, con lo suave de sus caricias a cada paso cansado que articulo por el arduo trabajo día. Converso con ellas en la intimidad de mis aposentos, y me establezco al ultrajar sus profundos secretos, convirtiéndoles, ahora y siempre, en míos.

      Dada la ausencia durante la tarde, siempre esperan a mi llegada, pacientes y calladas. Eso sin notar lo bien portadas, dando ya las horas de la noche con luz de plata. Pero largo es ya el tiempo de nuestra íntima amistad, mas nunca de corazón, como bien fuera en otras lunas, exceptuando a la de hoy. Ya que, tras un largo día de mala racha, discusiones, infortunios y quejas al por menor, regreso tarde a casa, siendo sólo ellas las únicas que, gratamente en todo el mundo, no  me odian aún.

      Hoy, ellas no me echan en cara los problemas de la empresa, ni la incompetencia que ejerzo en mi puesto como directivo. No me recuerdan que tengo hasta noviembre para recoger mis cosas y largarme de aquella maldita oficina. Porque son ellas las únicas que, al menos, me hacen posible una noche más amena con su singular compañía.

      Hoy las amé, a ellas, a mis pantuflas.