lunes, 30 de mayo de 2011

Recuerdos lejanos, amores cercanos

¿Y si en esta noche te escribo una carta de amor? ¿Y si de repente la luna, con su luz de plata, me descubre al colarse por mi ventana?  ¿Y si mi psicosis me hace imaginar tu sublime y fantasmal figura delante  de mí? Y pensar que no te has movido de tu urna durante los últimos años.

            Hago remembranza de aquellas tardes de domingo, en el campo, bajo el cielo azul. El sol, radiante de energía, y tú, de carisma. ¿Recuérdas cómo lográbamos ver el mar a lo lejos? Era hermoso oír el vaivén de las olas al acercarnos, a tal grado en que se convertía en una música serena, pacífica. Pero era más hermoso saber que compartía aquella vista aguamarina contigo. En realidad eras toda una metáfora para mí y ya no me hacía falta mirar hacia el mar sino hacia ti: tus ojos cavilantes y marinos;  aquel cabello como rayos del sol, dorados, con ligeros matices oscuros; la piel de tu rostro, blanca, mas nunca mestiza, como la nieve que arriba en lo más alto de las montañas. Era divertido el bailar de tu vestido de lana, de tu falda (para ser preciso), cada que el viento nos susurraba en aquella lengua incomprensible a nuestros oídos.

            ¿Recuerdas nuestros días de campo? Recuerdo cuando discutíamos sobre ir en carro o en bicicleta. Por lo que siempre optábamos por almorzar detrás de la casa, en una pequeña mesa de campo que compramos para comer cerca de las hortalizas. La mesita ahora está algo gastada, siento no haberle puesto el tornillo que le falta. De hecho no pienso repararla, ni hoy ni mañana, pues nunca me haré a la idea de almorzar en mesa para uno durante un lindo día de verano. No sin tí. Con decirte que aún miro con nostalgia nuestro árbol que tenemos en el patio. Recuerdo también cuando le tallamos su primer corazón, y, dentro de él, nuestras iniciales.

             Pareciera que fue ayer cuando te propuse matrimonio. Eran vísperas para entrar a un nuevo milenio, y ya de por sí 1999 se me había hecho un año demasiado largo.Te había invitado a comer a mi casa, y te había preparado tus favoritos: mortadela en salsa de jitomate con morita, lasagña con harto quesillo como plato fuerte, y para terminar dulce de leche. Aquel era una de las pocas ocasiones en que me ponía un camisa, limpia (si no es que pulcra), con zapatos negros y lustrosos a más no poder. Incluso me habías dicho que parecía un poco exéntrico, ya que siempre, desde nuestra juventud me veías en una calidad de pandroso, como todos los días, cada que entrábamos a la escuela por la tarde con mochila llena de libros al hombro.

            No obstante, por aquella noche, yo venía más que preparado, si acaso un tanto asediado por los nervios, pues esperaba que los buenos augurios me auxiliaran tras las limpias que me había hecho con los brujos tatemacos durante la mañana; le había rezado a la virgencita dos padres nuestros y tres credos y había utilizado el mantra para acomodar mis chakras. Había hecho hasta lo imposible. Sin embargo, venía resguardado con mi arma única y secreta en el momento que me puse en cunclillas con dirección hacia tí: mi anillo, de carácter humilde pero sincero.

            En el momento en que saqué, como por arte de magia, la sortija dentro del ramo de flores, te levantaste enseguida por la emoción, llegando, incluso, a vacilar un poco por el piso mojado que recien estaba trapeado. Pero en seguida me respondiste que sí, con tus ojos encharcados y tu ancha sonrisa de felicidad. Yo, extasiado por la respuesta, tan sólo gritaba en mi mente un “¡A huevo!”.

            Tantos años de felicidad en nuestro nidito de amor. Nunca tuvimos hijos, pero al menos adoptamos un perro. Cada que me siento más solo de lo normal, sólo le grito “¡Pancho! ¡Ven pa´ acá!”. Ahora está gordo y viejo como yo. Confío plenamente en que estarás viendonos desde allá arriba, perdida en la inmesidad de Dios, o quizá, entre la pluma y el papel en el que escribo ahora mismo.

            Quisiera ya poder estar ya contigo. Quisiera morir para depositar mis cenizas donde yacen las tuyas, y, posteriormente, derramarnos de nuestra urna para ser libres y viajar junto al viento mientras nos susurramos aquellas palabras, incomprensibles para los demás, pero frescas con un mensaje amor para nosotros. Quisiera que nos perdiéramos en el espacio e ir de estrella en estrella por toda la eternidad. ¿Y sabes por qué? Porque quiero romper ese dogma de “hasta que la muerte nos separe”. ¿Por qué? Porque te prometí un “hasta pronto” y no un “adios”. ¿Por qué? Porque te amo.

sábado, 9 de abril de 2011

El amor en los tiempos de la influenza

Era inevitable: el sabor de las gomitas de uva le recodaba siempre el destino de los amores contrariados. Leonardo lo fue percibiendo desde que la veía entrar al salón, como todas las mañanas. Aquella chica de rizos definidos y lonchera de animalitos. Se llamaba Lourdes, aunque todos le decían Lulú, y acababa de mudarse de Cuernavaca. Pero para Leo era algo más que una niña morelense de cabello rebelde y ojos avellanados. Pues, cada que se trataba sobre los negocios del corazón, consultaba la sabia y fémina palabra de Jazmín, su confidente oficial.

 - ¡Oh! Lulú es tan linda que me hace sentir mariposas en el estómago – sentenció seguido de un breve suspiro alentador.

- ¿Mariposas?- cuestionaba Jazmín con cierta socarronería – Pero si eso mismo te hacía sentir Rebeca, Julieta, Adriana…

- ¡Pero Lulú es diferente! – interrumpió.

- ¡Claro! Como también lo fueron Rebeca, Julieta, Adriana…

                Pero era verdad, al menos para Leo: ella tenía ese no sé qué, de no sé cuándo, que quién sabe cómo, pero que tanto le encantaba. No sabía si era por el acento de su voz que siempre acariciaba sus oídos, o por los hoyuelos que inevitablemente se dibujaban en sus mejillas al sonreír; o quizá también porque sonreía, a su vez, con aquella mirada tierna. Los planetas estaban alineados. La buena vibra y el buen karma estaban a su favor. Y ella ahí, en la mira de alguien a quien, como todo buen puberto de su edad, la hormona le saltaba de un lado para otro.

                Leo tenía claro que, a pesar de su temprana experiencia respecto a los infantiles asuntos del amor, los resultados en que se encaminaba no eran los más propicios, ni siquiera promiscuos, a pesar de que a esa edad todo es un mero juego de niños: cuando le regaló su tarántula a Karina, no sabía que a ella le causaba aversión toda cosa que tuviera ocho patas; tampoco  fue buena idea el haberle contado chistes de gallegos a Lucía, quien había vivido casi toda su vida en La Coruña; y ¿cómo carajos iba saber que Sofía era alérgica a las nueces?, por lo que, a consecuencia, aquel Romeo siempre revisaría el empaque los chocolates antes de regalarlos a sus posibles Julietas.

 Tan sólo eran gajes del amor, como solía decir tras un fallido devaneo, tan sólo para sobrevivir su moral. Ciertamente, eso le traía acongojado desde hace tiempo atrás, pero al menos se encontraba mucho mejor a comparación de aquella gente que padeció el brote de influenza.

- ¿Y si le dijera a Lulú que juguemos timbiriche con las pecas de su mejilla?- planeaba el enamorado.

-¡Deja de decir sandeces!

                A Jazmín le costaba trabajo hacerle entender que las bromas y los chistes no eran las únicas tácticas que podía emplear  para lograr su cometido. Faltaban poco días para salir de vacaciones, así que debía ponerse manos a la obra para poder visitar a su futura novia en su tiempo libre y vivir un amor de verano.

                Sin embargo, Leo siempre cometía el mismo error de siempre: se apresuraba a un intento de chacoteo ameno. Era más la ansiedad de que sus vaciles para ganar en rostros ajenos una sonrisa que le garantizara seguridad en sus acciones. “¡Qué patético!” le reprochaba su ángel guardián.

                Los días pasaban y ningún plan se les ocurría. Y vaya que eso era malo, pues, por otro lado, ya había competencia. Carlitos, el güerito oji-azul  que se sentaba hasta el otro lado del salón, había comenzado a ganar puntos a favor: poco a poco invitaba a Lulú en los recreos para compartir el Boing y los Cazares.

-¡Maldito güero, el hijo de la fregada! – gruñía Leo con sus desaires.

                Y, como era de esperarse, por alguna extraña razón dentro de los orígenes que producían de los celos, Leo emanaba un fuerza titánica en contra de los nervios que tanto le causaban Lulú. “¡Esto es la guerra!”, decía, y como tal, se armó de valor para regalarle, después del recreo, gomitas de dulce, de las que sabía que eran las favoritas de la susodicha.

-¡Son de uva! ¡Ay, Leo! ¡Eres tan bueno!- le dio un beso en la mejilla y corrió a su pupitre con sus amigas.

                “¡Vaya! Hasta que al fin haces algo bueno”, le decía Jazmín al extasiado guerrero de alegría desbordante y ancha sonrisa, quien había logrado un buen contra ataque. Todo marchaba bien hasta que cierto día, su re-contra-archi-enemigo comenzaba a llevar una guitarra a la escuela. A Leo tan sólo le corroía la envidia, pues sabía que Carlitos tenía “callo” para los arpegios, a comparación de él, quien apenas podía rasgar con dificultad dos acordes continuos. Lo qué más le encolerizaba es que ya no sólo le compartía del Boing y los Cazares en el recreo a Lulú, sino también ahora le cantaba las de “los bitles”.

                Se encontraba desarmado; sentía que había perdido la batalla; mucho peor: había perdido la guerra. Sus posibilidades de opacar al chico arquetípico quedaron reducidas a posibilidades casi nulas.
-¡Arriba, soldado!- le gritó Jazmín, seguido de un zape en la nuca – ¡Esta guerra aún no acaba hasta que acaba!

                Comenzaron a elaborar un plan fríamente calculado. Sólo restaba una semana para fin de clases. Mientras Jazmín le ayudaba a Leo a decorar una decena de hojas llena de cursilerías pueriles,  el amante se enlistaba para hacerle frente a Carlitos y ganar el corazón de Lulú. No fue sino hasta el día en que, bajo la presión de tiempo que ahorcaban esperanzas, Leo habló con él. Y, con la altivez de un león y la rudeza de su discurso, logró hacerle frente con un sin fin de palabras y agregando la advertencia de que sólo él sería el dueño su corazón. Caritos, asustado con su actitud, sólo pudo objetar con cierta timidez y pleno desconcierto: “¡Oye! ¡Tranquilo!” Si a mi la que me gusta es Jazmín, pero me he juntado más con Lulú para pedirle consejos el día que me le declare”.

                ¿Acaso sería verdad? ¿Realmente podría fiarse en que no había ningún peligro? ¡Claro que no! Leo ni siquiera confiaba en Los Reyes Magos, porque nunca le traían lo que él pedía. ¿Por qué habría que confiar de pronto en Carlitos?

                Para no errar con ningún percance, y mucho menos mermar alguna insulsez, Leo preparó su arma, su equipo de guerra para la batalla final, para el último viernes en que vería a Lulú: dentro de una canasta, además de la docena de cartas incorporadas, había colocado un par de peluches, dos globos en forma de corazón, rosas de papel, y una gran variedad de dulce, entre los que destacaban las gomitas de uva, por supuesto.

                El jueves en la noche, con la conciencia tranquila después de acabar los deberes académicos, los del hogar y, sin pasar desapercibido, los del amor, podía ir ya directo a la camita y prepararse para el día del juicio final. Confiaba mucho en su arma secreta, por lo que ya cantaba victoria ante la zozobra que no le dejaba en paz.

                Mientras cenaba, había comenzado ya el noticiero de las nueve, y una noticia devastadora fulminó los sueños triunfantes de Leo: por decreto presidencial, a causa del brote de la influenza, mañana, viernes, no se abrirán las escuelas públicas. Con la derrota clavada en el corazón, no hizo más que caer en su cama para sangrar entre lágrimas por un intento fallido más, de igual manera que lloraba por haber gastado en vano todo lo que había ahorrado en su cochinito.

                Lo último que supo de Lulú fue que regresó a Cuernavaca junto con su familia, pues su padre tenía miedo que pescara la influenza en la capital. Cuando se reanudaron las clases tiempo después, Leo ya no tenía motivos para seguir peleando. “¡Ánimo! ¡Ya verás que vendrá algo bueno!”, le dijo Jazmín, a quien el amor había tocado a sus puertas, y le había dado el “sí” a Carlitos.

                Pero no pasó más una semana cuando llegó una chica de intercambio: “Hola. Soy Vanesa y vengo de Perú”. En ese momento, borrón y cuenta nueva. Tabula rasa con el pasado: ya no quedaba registro alguno sobre Lulú, y, como todo buen circulo vicioso, el cuento del nunca acabar retornaba su curso.

- ¡Oh! Vanesa es tan linda que me hace sentir mariposas en el estómago… 

miércoles, 30 de marzo de 2011

A la tiendita de la esquina

Sólo había que cruzar una avenida para llegar a La Flor de Guerrero, una pequeña tienda de abarrotes en la esquina de la calle Misisipi, la cual contaba ya con algunos años de que Don Antonio la había inaugurado.  El comercio tenía casi los mismos años de vida que yo, y tras su buena racha como proveedor de abarrotes, el dueño (ciertamente) lograba el monopolio de gran número de clientes en la colonia. ¡Claro! Yo, como buen consumidor, no podía faltar mi presencia a favor de su economía.

            Daban cerca de las doce, el puesto de hamburguesas ya estaba instalado afuera del establecimiento, las almas transeúntes pasaban de aquí para allá; y yo, con la convicción de  mercar un kilo de azúcar, medio de huevo y dos litros de leche, me disponía a efectuar mi transacción.

            Dentro del a tienda, a toda hora, fácilmente moraban cerca de siete gentes en espera de ser atendidos en la pequeña ventanilla de Don Antonio. Los estantes de variados productos servían como una suculenta distracción visual ante las fritangas. Algunos caían en el hechizo de la mercadotecnia, mientras que otros simplemente no se dejaban persuadir por aquellas donitas glaseadas, listas para acompañarlas con chocolate de La abuelita, también disponible a su venta. Sólo que yo era de los que tan sólo se frustraban al saber que mi capital no alcanzar ni para darme el lujo de unas galletas saladas.

            En cambio, había personas que mataban su tiempo de espera al platicar con la vecina o en hablar por teléfono, además de los que contaban chistes con un dudoso sentido del humor al amigo que acompañaban: “caperucita roja se casó con su príncipe azul y ¿qué crees? ¡Tuvieron hijos morados!”.

            Al hacer fila fui testigo de un crimen infantil. Un pequeño infante, con la seguridad de que nadie lo veía, había hurtado una pequeña bolsa de chicharrones, la cual había ocultado dentro de su mochila con sigilo. A ojo de buen cubero yo le calculaba unos seis de edad al pequeño delincuente, pero su prematura edad no justificaba su injuria. Acto seguido: el mocoso salió como mosca de la tienda. Pude haber impedido que cometiera su inocente crimen perfecto; lo pude haberlo delatado con el tendero; pudo haber tenido su escarmiento aquel delincuente en potencia, pero no. Ciertamente, fue más mi solidaria apatía (por no decir cruda hueva) de ejercer justicia. “Por eso estamos como estamos”, pensé sin vergüenza.

            Era ya mi turno y al fin pude suspirar un aire de satisfacción que me había inundado hasta el pensamiento. Don Antonio comenzó a despacharme: el litro de leche estaba a doce con cincuenta, el kilo de huevo a diecinueve, y el medio de azúcar a nueve pesos. “¡Mierda!”, exclamé en un estado intrapersonal a la vez que disponía a vaciar mis bolsillos, “el mundo ya no es lo que costaba antes”.

La verdad es que con aquello de la crisis, hoy en día lo barato termina por convertirse en lo más bonito. Y no lo digo sólo por las dificultades económicas, sino que, si bien sirve de buen argumento, cuido mi figura, y mi cartera también.

Cuando llegué a casa estaba tan cansado que parecía absurdo, pero era verdad: quince minutos de tu vida esperando a ser atendido no es cosa fácil para un mortal. Pero tampoco recordaría tal ocasión como si fuera toda una hazaña, pues siempre he estado más que seguro que frecuentaré a Don Antonio por un buen rato más.

            De repente, durante mi pequeño letargo de cinco minutos a lo ancho del sillón, comencé a reírme con tal estupidez, y no por un estado de delirio alguno, sino porque ya le había entendido al chiste de caperucita.

lunes, 21 de marzo de 2011

Cable de paga: el amor cuesta


Juanito tiene seis de edad, y, como todo crío de su talla, los problemas sobre los tratados diplomáticos entre Israel y Palestina, o la devaluación de la moneda nacional, son cosas que su transeúnte ingenuidad guarda temporalmente en el baúl con la leyenda "para cuando sea mayor". La teoría de la niñez siempre se funda en un carácter pragmático con asuntos de mayor relevancia a tal edad, por ejemplo, sobre el impulso de la imaginación aplicada en la invención de algún juego improvisado, donde siempre gana quien (con aires de arbitrariedad) dicta las reglas; la transacción y el alza en la bolsa de valores respaldada por la capitalización de dos canicas ganadas en el juego del día anterior; la planeación geopolítica en el campo de batalla, con ayuda de los niños del salón de a ladito, para ganar territorio sobre las canchas de futbol; y la demanda, como resultado de un análisis socio-económico en el mercado, al saber que las bolsas de papas y fritangas cuestan cincuenta centavos más caras con chamoy.


            Pero Juanito tiene una temprana maestría entre los campos de su placer: las vacaciones de verano. Tras los largos y calurosos días en donde su casa se vuelve en un refugio de sombra, y la televisión en su único amigo con el que estrecha relaciones, se aprecia su artificio al mirar un episodio diario de Los Supersónicos.

            A ciencia cierta, el chico era hijo único, y sus padres estaban siempre ocupados como para jugar con él. Así que su felicidad giraba en torno a un mundo propiamente idealizado en el cual se encerraba, donde lo único que necesitaba para sobrevivir eran sus propios juguetes, lo cuales vestía constantemente por su fantasía aventurera sobre los blandos y desconocidos terrenos de su camita; o quizá en una travesía submarina en la tina a la hora de la ducha, acompañado con algunos figurines de acción, sobresaliendo entre ellos, a las tortugas ninja. Pero no había nada mejor, desde su propia convicción, como el cumplir el ritual diario de pasar lista a las caricaturas del canal cuarenta y dos.

            La televisión para Juanín se volvía en algo más que una simple transmisión de imágenes y sonidos, era algo sobrenatural, era una adoración, casi un Dios. Pero había algo que le brindaba tal esplendor a su divina presencia amueblada: el cable de paga. Ciento cincuenta canales de felicidad inundaban el ocio del pequeño infante día con día. Y es que, desde tempranas horas de la mañana, cerca de las ocho y media, Juanito ya estaba ahí. Sin embargo, cerca del medio día, Los Picapiedra comenzaban a generar cierta insulsez, así como también un engorro por aquella postura “en calidad de bulto” a lo ancho del sillón, que comenzaba por adormilarle las piernas.

            Casi cinco horas de íntima continuidad al pormenor y sólo hubo algo que separaba el amor prohibido entre los amantes terrenales: dos metros entre el sillón y la tele.

            Por los contrariados azares del destino, la felicidad de Juanito no duraría por mucho tiempo, ya que después del último recibo de pago por la renta del cable, la señora Buendía se molestó por el incremento a los precios de la mensualidad. Dado la desazón del caro servicio, se tomó una decisión: cancelar la suscripción. Claro que Juanito  no comprendía en ese instante la gravedad del asunto, hasta que el abominable hombre del cable apareció frente a su puerta.

            “Disculpe, señora, ¿por dónde puedo subir al techo?”, preguntó el técnico con desarmador en mano. Después de caerle el veinte tras aquellas palabras de instrucción, para Juanito sólo significaba una cosa, y es que, por más berrinche que hiciera, ya sólo podía despedirse con honores de su buena amiga. Mientras el técnico subía en dirección al tejado, el niño, con el desasosiego reflejado en sus ojos enjuagados, sólo quedó postrado frente al televisor, dedicando sus últimos momentos en rendirle honores a Don Gato y su Pandilla.

            A continuación, lo peor ya había pasado, y Juanito sólo reconocía en la pantalla un singular programa: la gama intermitente, entre gris, blanco y negro, de una caja sin señal. El alma que daba vida a aquella pantalla iluminada yacería en un lugar mejor. Se fue junto con aquel hombre que, sin saberlo, le había robado la alegría a un chiquillo.

            La televisión había muerto, y Juanito, tras un largo letargo en su sillón, comenzaba  por hacerse a la idea de que la señal de antena libre no podría ser tan mala después de todo.

martes, 1 de febrero de 2011

La estrella fugaz

¿Alguien ha llegado a ver en su vida una estrella fugaz? ¿Cómo era? Por supuesto no me refiero a las estrellas que aparecen como un adorno o en dibujos animados (por mencionar alguna fuente), bajo el trabajo de algún ilustrador: ese diseño gráfico en donde se asocian (en su forma clásica, creo yo) cinco picos pajizos en cada esquina, contrastando con el fondo oscuro de la noche; y, dejando rastro al cuerpo celeste, una estela astral con brillos dorados que se desvanece conforme avanza, a cierta velocidad, nuestra estereotipada estrella caricaturesca. No está de más imaginarnos también la escena en donde algún niño esperanzado (¡qué se yo!) mira hacia el cielo para pedir amnistía.

        Reflexiono ésto por interés (y pasatiempo) a lo que alguna vez llegué a ver años atrás. Era de madrugada y aún faltaba cerca de una hora para que los primeros rayos del sol dispusieran a iluminar la fría mañana. Me disponía  a salir rumbo a la escuela. Los autos ya iluminaban las avenidas con las luces de los faros a sus altas, y los perezosos y desvelados aún con la placidez a sus anchas. Recuerdo haber mirado hacía el cielo, dirigiendo la mirada en algún punto perdido a la penumbra de un cielo carente de estrellas, tan sólo para distraerme y hacer un poco ameno el trayecto.

        Después de un suspiro sin motivo alguno, en menos de un segundo, sucedió. Un destello en la oscuridad apareció dentro de mi campo visual sin previo aviso. El haz de luz que se dibujó en el cielo debió de tener (a escala) el mismo largo que mi pulgar, ¡claro!, sólo si colocara mi dedo frente a mí, tal y como lo hacen los pintores para medir alguna cosa digna de ser plasmada sobre el lienzo. En menos de un parpadeo, aquella chispa albina se había fugado de mi vista.

        En ese instante, con el ceño fruncido, me formulaba varias hipótesis de lo que pudo haber sido, además de una estrella fugaz: quizás era un satélite ruso con nueva tecnología para emular a las estrellas y pasar desapercibido ante los gringos; tal vez era un avión que volaba muy alto y que, de repente, comenzó a desatarse en llamas; ¿y si era un platillo volador que daba señales de vida allá en el cielo? Todo fue tan etéreo esa mañana.

      El tiempo siguió su curso, y yo, centrando mi atención en trivialidades de todos los días, dejé aquél recuerdo fugaz perdido en la propia memoria, incorpórea y llana. La noches pasaban y yo seguí mirando las estrellas, si bien el cielo estaba de buenas. Todas ellas seguían con su galantería allá en lo alto, albinas e inmóviles, brillando siempre a la espera de su extinción.¿Acaso Dios habrá de reemplazar cada estrella que se funde?

      Cinco años sosamente celestes después, no fue hasta fechas decembrinas que, al finalizar la posada nocturna, antes de regresar a casa, quise esperar un poco más. Tan sólo quería contemplar una belleza astral que (ya hacía una buena temporada) no degustaba, tomando en cuenta que en aquella noche escaseaban las nubes. La luna, circunvalada por su aura, se lucía llena de plata. A continuación, un astro entró en el acto.
      
      No se si fue algún efecto del ponche con piquete, pero yo lo vi. Volvió a suceder y rápidamente se fugó en, y del, cielo. Un efímero destello en lo alto me revivió aquel recuerdo (ahora) contemporáneo, por lo que pude identificar su presencia con mayor certeza. ¡Fui tan feliz en ese momento! Me di cuenta de que había visto en realidad una estrella fugaz, única, bella, majestuosa. Estaba convencido. Me convertí en testigo y confidente de una estrella, no como las otras, constantemente ordinarias. Aquella noche me quede pensando e, ingenuamente, solo me quedó decir algo a ciencia cierta:

      - Al menos no era un platillo volador.


viernes, 7 de enero de 2011

Noches decembrinas al calor del ponche

Como todos los años en época decembrina, al caer la noche, cerca de las nueve, las oraciones de los peregrinos vecinales tomaron posesión por toda la calle, allá, fuera de mi casa. De la comuna andante, iluminada por las humildes velas de colores que portaban los caminantes nocturnos,  se ejecutaba un tradicional canto gregoriano al paso que exhortaban a toda la manzana, tocando casa por casa, a salir a la posada que, amablemente, se organizaba a raiz de la iniciativa minoritaria de vecinas con buena fe.


"Ora pro nobis..."


      Al igual que en novenarias pasadas, nunca faltaban las oraciones finales a la puerta de la casa de alguna vecina chancluda, haciendo una remembranza sobre el viaje de la Sagrada Familia hacia Belén. Mientras tanto, fuera del acto donde las palabras de fe mantenían viva una tradición con sentido de ser, nunca me extrañaron que hubieran vecinos, entre los que destacaban niños, jóvenes y alguno que otro adulto imberbe, que tan sólo aguardaban, deseosos, a la hora del ponche y la piñata, sin mencionar el resto de los bocadillos y la colación para llevar. ¡Pobres de aquellos incautos! Pues comprendía su ansiedad, ¡claro!, al incluirme entre ellos.

      Los rezos cesaron y los niños se pusieron manos a la obra una vez dada señal para comenzar el ritual que ellos tanto esperaban con añoranza, más que tomar ponche o comer una tortita de queso de puerco: romper la piñata. La acción y el efecto de apalear tal cascaron de engrudo y barro no sólo es una fuente de diversión y adrenalina, sino que, debajo de la piel de papel maché, ha de encontrarse la recompensa de cualquier niño quien, tras la presión cantada con un "dale, dale, dale", trata romper tal figura suspendida en el aire.

      Dos comadres, Josefina y Amaranta, comienzan a colaborar, sacando unas cuantas sillas de la casa de la señora Esperancita. Una cuarta doña las apoya con una mesa flexible, acompañado de un gran mantel blanquecino.Un festín de sabores se arma ante la presencia y la acechanza de ávidos y gorrones. Por otro lado, hay quienes realizan los preparativos para la piñata, colgando sogas de extremo a extremo en los canceles de las ventanas en casas contiguamente opuestas.

      Los niños rápidamente se organizan en fila india, siendo tan organizados y dóciles, como un pelotón militar en linea para abrir fuego. Regidos por una jerarquía de estaturas en dos filas, una para cada sexo, los varones demostraron (a la fuerza de sus madres) que a su temprana niñez la caballerosidad no tiene edad, por lo que dejaron pasar a la niña más pequeña, quien sostenía con dificultad el palo de escoba del señor Pancho. Al paso en que cada infante intentaba derribar a su objetivo de las alturas, la segunda ronda de ponche era servida para la pequeña élite de las viejitas vecinas chismosas, sentadas en las únicas sillas presentes, distinguidas por su  sello de autoridad  y dirigencia, de primera instancia, al organizar su generosa posada.

      Al otro lado de la calle, los dos gorrones, compinches del hijo de la señora del cuarenta y ocho, entraban en escena. Y a pesar del evidente contraste de rasgos y facciones entre uno y otro, el trío de sinvergüenzas  se hacían pasar como los primos lejanos de la familia del chico de la vecindad, justificando su asistencia a los sándwiches de jamón de pavo, el agasajo de las tortas de pollo con mole, y, sin pasar desapercibido, la cuarta tanda de ponche con caña. Algunos vecinos, disgustados por el descaro intento de sus artimañas bien logradas, tan sólo dirigían en ellos vagas miradas recelosas. Pero ellos no daban importancia a tales roces, siempre y cuando abandonaran el lugar con la misión cumplida de sus barrigas satisfechas, por supuesto, sin pena alguna.

      Sin embargo, en otro punto de la banqueta, varios padres de familias, un tanto petulantes, charlaban de "cosas de hombres": presumían de las próximas vacaciones con sus respectivos familiares, compartían sus gustos por autos envidiados, se sentían mejores que Javier Aguirre al planear una mejor alineación en un partido contra Argentina, entre otros temas, altivos a mi parecer.

      Entre el tumulto de las mamases atentas, era normal encontrar a una que otra madre con un exceso de cuidado a su niño. "¡No se vaya a lastimar!", decía doña Carmelita, del cuarenta y dos, acerca de su vástago con apenas cinco años, encareciendo de manera peyorativa la (que para ella era una) mala idea de que Pablito saliera a convivir con la demás chusma.

      En el acto, protagonizado por una infancia violenta, el temible Juanito, el niño que había asesinado, con el amago de los demás, su tercera piñata consecutiva, dejó a flor de piel su sádicas e inocentes motivaciones. El pequeño victimario, monstruo para varios niños, disfrutaba hacer sangrarle los dulces a su inerte víctima en forma de estrella. Pero, en su último turno, su racha terminó al mostrarse cansado de tanto apalear, además de que el señor Luis, quien había estado manipulando la piñata desde la ventada, hizo todo lo posible para que el resto de los niños tuvieran oportunidad de apalear aquel ente flotante. Juanito, exhausto (pero feliz) por su hazaña, jubiló el resto de su noche para sentarse un rato y tomar el vaso de ponche que le había guardado su mamá.

      A continuación, Florentina ya esperaba con ansias su arma en juego para lograr lo imposible. Ella era una niña un tanto tímida, pero, dadas las circunstancias de que el jubilado niño mermó durante su último turno, hubo algo que le dio esperanzas de derribar la piñata. Y comienza la riña: Florentina lanza zarpazos a diestra y siniestra, pero ningún ataque logra conectar golpe alguno. "...Ya le diste uno, ya le diste dos...". A tales alturas del partido, la niña había bajado la guarda por la pena y resignación al marrar con sus intentos fallidos, por lo que, con entera mansedumbre, prefirió darle la espalda a la piñata y dirigirse a la fila para cederle el arma al siguiente valiente. Pero, de repente, un golpe de suerte (de manera literal) arremetió contra Florentina:


"...Ya le diste tres y tu tiempo se acabó".


      ¡Pácatelas!, se oyó decir con pasmo a alguien en seguidaPareciera un acto calculado del destino, de Dios, o de alguna otra fuerza sobre natural entre todos los presentes, pues, justo al momento en que las voces cantoras cesaron, el sonido percutor, ocasionado por el impacto entre la piñata y el cráneo de la niña, dieron una nota inesperadamente final a la tonada popular: el grito de las viejitas y las madres estupefactas, más unas cuantas que fueron por la niña; el señor Luis sentía como se ruborizaba de pena hasta las orejas, mientras que algunos padres familia (ahora) dirigían su mirada penetrante al responsable junto a la ventana; los zagales adolescentes y oportunistas lloraban a carcajadas insolentes al presenciar el adverso espectáculo; los niños,
en su máxima prioridad, tan sólo corrieron tras los dulces, la fruta, y demás corotos que despidió la sangrante piñata traicionera; y la niña, si bien tan sólo consiguió romperla (de burda manera), al menos tuvo la fortuna (¡gracias al cielo!) de que el mañana existiera para ella una vez más. Tan sólo se metió a su casa con un gran chipote craneal.


      Yo, por mi parte, me retiré aquella noche con una ancha sonrisa y un vaso relleno de ponche, además de una naranja que rodó hasta a mí en el momento del incidente. Regresé a mi casa satisfecho, pues a pesar de que todo haya terminado "bien" (por no decir "tan mal") para todos (a pesar de los sustos), comencé a valorar las posadas de mi calle, pues si bien logran haber pocas como la recién acontecida, entonces soy dichoso de recordar, acompañado de una ancha sonrisa, lo que alguna vez tuve suerte de vivir.