miércoles, 30 de marzo de 2011

A la tiendita de la esquina

Sólo había que cruzar una avenida para llegar a La Flor de Guerrero, una pequeña tienda de abarrotes en la esquina de la calle Misisipi, la cual contaba ya con algunos años de que Don Antonio la había inaugurado.  El comercio tenía casi los mismos años de vida que yo, y tras su buena racha como proveedor de abarrotes, el dueño (ciertamente) lograba el monopolio de gran número de clientes en la colonia. ¡Claro! Yo, como buen consumidor, no podía faltar mi presencia a favor de su economía.

            Daban cerca de las doce, el puesto de hamburguesas ya estaba instalado afuera del establecimiento, las almas transeúntes pasaban de aquí para allá; y yo, con la convicción de  mercar un kilo de azúcar, medio de huevo y dos litros de leche, me disponía a efectuar mi transacción.

            Dentro del a tienda, a toda hora, fácilmente moraban cerca de siete gentes en espera de ser atendidos en la pequeña ventanilla de Don Antonio. Los estantes de variados productos servían como una suculenta distracción visual ante las fritangas. Algunos caían en el hechizo de la mercadotecnia, mientras que otros simplemente no se dejaban persuadir por aquellas donitas glaseadas, listas para acompañarlas con chocolate de La abuelita, también disponible a su venta. Sólo que yo era de los que tan sólo se frustraban al saber que mi capital no alcanzar ni para darme el lujo de unas galletas saladas.

            En cambio, había personas que mataban su tiempo de espera al platicar con la vecina o en hablar por teléfono, además de los que contaban chistes con un dudoso sentido del humor al amigo que acompañaban: “caperucita roja se casó con su príncipe azul y ¿qué crees? ¡Tuvieron hijos morados!”.

            Al hacer fila fui testigo de un crimen infantil. Un pequeño infante, con la seguridad de que nadie lo veía, había hurtado una pequeña bolsa de chicharrones, la cual había ocultado dentro de su mochila con sigilo. A ojo de buen cubero yo le calculaba unos seis de edad al pequeño delincuente, pero su prematura edad no justificaba su injuria. Acto seguido: el mocoso salió como mosca de la tienda. Pude haber impedido que cometiera su inocente crimen perfecto; lo pude haberlo delatado con el tendero; pudo haber tenido su escarmiento aquel delincuente en potencia, pero no. Ciertamente, fue más mi solidaria apatía (por no decir cruda hueva) de ejercer justicia. “Por eso estamos como estamos”, pensé sin vergüenza.

            Era ya mi turno y al fin pude suspirar un aire de satisfacción que me había inundado hasta el pensamiento. Don Antonio comenzó a despacharme: el litro de leche estaba a doce con cincuenta, el kilo de huevo a diecinueve, y el medio de azúcar a nueve pesos. “¡Mierda!”, exclamé en un estado intrapersonal a la vez que disponía a vaciar mis bolsillos, “el mundo ya no es lo que costaba antes”.

La verdad es que con aquello de la crisis, hoy en día lo barato termina por convertirse en lo más bonito. Y no lo digo sólo por las dificultades económicas, sino que, si bien sirve de buen argumento, cuido mi figura, y mi cartera también.

Cuando llegué a casa estaba tan cansado que parecía absurdo, pero era verdad: quince minutos de tu vida esperando a ser atendido no es cosa fácil para un mortal. Pero tampoco recordaría tal ocasión como si fuera toda una hazaña, pues siempre he estado más que seguro que frecuentaré a Don Antonio por un buen rato más.

            De repente, durante mi pequeño letargo de cinco minutos a lo ancho del sillón, comencé a reírme con tal estupidez, y no por un estado de delirio alguno, sino porque ya le había entendido al chiste de caperucita.

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