jueves, 25 de noviembre de 2010

Recuerdos Lejanos

“Para los que fueron, convirtiéndose
en dichosos y lejanos recuerdos”



A nuestros escasos siete años de edad, recuerdo que la noche del Día de Muertos solía ser una fecha especial, tanto para Lázaro como para mí, pues llegaba a convertirse en algo personal, en una misión importante, en toda una hazaña. Era una dulce aventura nocturna que todo niño (pensaba yo) deseaba realizar, reservando, hasta el anochecer,  las ambiciones de capitalizar la mayor cantidad de dulces posibles que le permitiesen sus inocentes facultades. Nuestra única arma en juego, además del disfraz, era portar (a diestra y siniestra) aquella calabaza de ojos, nariz y boca decorados, lista (en todo momento) para almacenar nuestras dichosas y azucaradas victorias. Pero si del humilde receptáculo anaranjado se asomaban alguno que otro confite, siempre resultó ser útil portar consigo una bolsa extra para descargar los dulces logrados, ¡claro!, después de recorrer y asaltar a casi toda una cuadra. (1)
          Cabe resaltar un punto importante durante la transacción entre el niño y el proveedor que satisface la demanda, ya que cuando el infante llena sus pulmones para soltar aullidos a la puerta de algún extraño, nunca importaron las diferencias que pudiesen existir con la victima en pleno atraco golosinezco, pues su raza, creencias, preferencias sexuales, ideologías políticas, o de menos su nombre, pasan desapercibidos ante las verdaderas intenciones del disfrazado en cuestión, sólo con el único objetivo de lograr el gran cometido: "¿me da mi calaverita, por favor?". (2)
            A Lázaro lo conocí desde que íbamos juntos en el preescolar, y fue mi mejor amigo desde que compartimos el preciado tesoro en noches como la de aquella de noviembre. Pero, durante aquel ocaso, él estaba triste: ya hacía un mes que no veía a su santa madre, quien se encontraba internada en el hospital a causa de una complicación a raíz de la diabetes. Por lo que él, durante ese largo tiempo de ansiedad, ha estado bajo la custodia de sus tíos maternos. Lázaro nunca conoció a su padre.
            Cuando sentía que la tristeza agobiaba su inocencia, tan sólo esperaba, postrado, con la mirada esperanzada hacía el cielo hasta que moría el último rayo la tarde. Siempre se reconfortaba al hundirse en sus sueños de niño, acompañado del crepúsculo que daba obertura nocturna a las estrellas en el firmamento, haciendo una elegante aparición tras recorrer el telón nublado de otoño. 
            Cubierto con una sábana roída que daba alusión de algo fantasmal, Lázaro me contaba sus fantasías celestes, haciendo referencia al cinturón de Orión. Decía que su padre aguardaba allá arriba, con una estrella como hogar para cada quien. Aseguraba que tan sólo faltaban su madre y él para habitar tal territorio eterno e inalcanzable de Dios.
            Esa misma noche, después de una jornada nocturna, yo estaba satisfecho por las acarameladas riquezas recién acaudaladas, pero mi cómplice amigo no compartía la dicha de mi ancha sonrisa.
            “¡Ponte vivo con los dulces! ¡No seas gandalla y guárdale a tu mamá pa´ cuando salga del hospital!”, le dije de buena fe. Una sonrisa amena se dibujó en su rosto al paso que íbamos bromeando entre juego de niños.
Al retornar camino a casa, llegamos a la esquina de una Iglesia. Lázaro quiso entrar, aprovechando que los fieles no cerraban sus rejas aún. Y ahí estaba él, de rodillas, susurrando palabras de fe frente a la imagen de un Jesucristo sangrante. Aquel bulto blanco se puso de pie y dejó algunos dulces, compartiendo lugar junto a las monedas dentro de la canasta de las limosnas.      
Recuerdo que, al salir del templo, la pena intimidaba mi voluntad por querer romper el melancólico silencio que envenenaba a Lázaro. 
- ¿Rezaste para que tu mamá se mejorara? – Cuestioné con timidez al pensar que la pregunta pareciera un tanto obvia.
- No – respondió cabizbajo -. Oré para que ella ya no sufriera.
            Ya arropado en mi cama, justo antes de dormir, lo único que tomaba relevancia en mis pensamientos, más que algún dulce abotinado, era  alguien con quien aprendí a sonreír a pesar de haber perdido un partido de futbol o tras haber sido castigados en clase por contar chistes. Se trataba de un hermano para mí.
A la mañana siguiente comprendí lo que quiso decir al salir de la Iglesia, más nunca me hice a la idea sobre la realización de “deseos” (por no decir “milagros”) implorados a quien corresponda: su madre había fallecido a causa de un paro respiratorio durante la madrugada del día siguiente. ¿Realmente Dios habrá escuchado las oraciones de Lázaro? ¿O es que es tan sólo el cruel destino se burlaba de sus penas?
El rumor de los sollozos desconsolados hacía presencia mientras que se humedecían salados los rostros de familiares y amigos. Pero, durante el sepelio,  Lázaro nunca lloró, pues estaba mortificado como un militar. Tenía remordimiento, sí, pero sentía que no tenía derecho de derramar lágrima alguna tras su pecado carente de malicia.
“Fue mi culpa. No debí haber rezado”, me dijo con su voz entrecortada, justo al llegar a la tiendita de la esquina para endulzarnos artificialmente el día con un refresco de manzana. “La extraño”, le oía murmurar. Y tras un sorbo de distracción, Lázaro por fin se permitió desahogar en llanto todo aquello que le intoxicaba, como a un bebé al que le separan de su madre por un momento y pide a gritos que se la regresen, pero aún le pesaba la idea de que ella estuviese perdida en la inmensidad de Dios a causa de sus deseos resueltos. Su castigo, según él: no poder haberse despedido como él de verdad hubiera  querido.
A veces pienso que las malas noticias, además de entristecer el alma, envenenan el corazón. Lázaro enfermó, comenzando por una tos, y avanzando hasta una infección pulmonar por la temporada de frío. Cuando comenzó a faltar a clases, la ausencia de la banca contigua a la mía me calaba de nostalgia al paso de los días.
Fui a su casa para visitarlo el sábado de la semana siguiente. Ahí lo encontré, acostado y arropado por su tía, débil, hablándome con su voz cansada desde el desnivel de su cama. Creí que él deliraba a causa de su fiebre, pues me decía que el viento le susurraba cosas que él no podía entender, y me contaba el sueño de todas las noches.
Más que un sueño, creía que alucinaba con su descripción onírica: él estaba solo en su casa y las cortinas estaban todas cerradas. De repente, escuchaba que alguien ultrajaba la cerradura de su casa. Al asomarse a la puerta tan sólo veía la silueta (totalmente) oscura de una persona con una extraña careta blanca, teniendo un aspecto de ente fantasmal. Pero Lázaro se armaba de valor y arremetía contra su presencia, logrando (de menos) arrebatarle dicha máscara. Al disipar el miedo entre las sombras logró reconocer la figura de su madre. Ya no había miedo, sólo el calor de un encuentro. Ella le confesó que sólo venía para despedirse de él. Al salir de la casa, había un auto  en donde supuestamente la esperaba su padre. Antes de que su mamá partiera, recordó los dulces que quería compartirle, así que subió velozmente a su habitación, pero para cuando regreso a la puerta de la entrada, la ausencia y el silencio habían vuelto como lo fue en un principio. Afuera sólo había una reja que el viento abrió.
            - Él no era tu padre - le dije -. Era la muerte que se la llevó.
Lázaro murió al mes y medio desde aquella vez que lo visité. El veredicto de los doctores indicaba que se debió a la complicación de su neumonía. Yo declaro que murió a raíz de sus penas.
Pasan los años y aún extraño a mi amigo. Al paso cruel e inevitable del tiempo he aprendido a sonreír con nuestra amiga la muerte, a veces traicionera, pero siempre omnipresente. Y me refiero a ella como mi amiga, pues, si bien he aprendo algo de esto (a pesar de que muchos me crean enemigo de la vida misma), es que cuando le llegamos a desear la muerte a un ser amado (y no me refiero me refiero a alguna cuestión maligna o de venganza), es por que creemos que a veces esto es lo mejor, no viéndolo en un sentido pesimista de que de las cosas no mejorarán en su salud o en su virtud, si no de una forma más humana para pasar por alto el sufrimiento innecesario de quienes amamos. Así como Lázaro lo deseó para su madre, y así como yo lo desee para él. Sólo que Lázaro nunca aprendió a sonreír, y mucho menos a perdonarse a sí mismo.
Hoy me dirijo al cielo en una noche serena, pensando en que Lázaro está allá arriba, perdido entre la inmensidad de Dios. Me gusta pensar que, tan sus padres como él, están, justo ahora, habitando su nuevo hogar, en la calle de Orión. Hoy miro a una estrella. Hoy miro a Lázaro, a mi amigo, a un dichoso y lejano recuerdo con quien aprendí a sonreír.






(1) Quise aprovechar un fragmento de la nota anterior para desarrollarlo en este cuento.
(2) Ibídem

viernes, 12 de noviembre de 2010

Día de muertos: un dulce, un niño

A mis escasos siete años de edad, recuerdo que la noche del Día de Muertos solía ser una fecha un tanto especial para mí, pues llegaba a convertirse en algo personal, en una misión importante, en toda una hazaña. Era una dulce aventura nocturna que todo niño (pensaba yo) deseaba realizar, reservando, hasta el anochecer,  las ambiciones de capitalizar la mayor cantidad de dulces posibles que le permitiesen sus inocentes facultades. Mi única arma en juego, además del disfraz, era portar (a diestra y siniestra) aquella calabaza de ojos, nariz y boca decorados, lista (en todo momento) para almacenar sus azucaradas victorias. Pero si del humilde receptáculo anaranjado se asomaban alguno que otro confite, siempre llegaba a ser útil traer consigo una bolsa extra para descargar los dulces logrados,¡claro!, después de recorrer y asaltar a casi toda una cuadra. 

          Cabe resaltar un punto importante durante la transacción entre el niño y el proveedor que satisface la demanda, ya que cuando el infante llena sus pulmones para soltar aullidos a la puerta de algún extraño, nunca habrán de importar las diferencias que pudiesen existir con la victima en pleno atraco golosinezco, pues su raza, creencias, preferencias sexuales, ideologías políticas, o de menos su nombre, pasan desapercibidos ante las verdaderas intenciones del disfrazado en cuestión, sólo con el único objetivo de lograr el gran cometido: "¿me da mi calaverita, por favor?".

            Tras años de haber perdido mi infancia, recuerdo ahora, con una ancha sonrisa, cómo la vida de niño era tan simple y sencilla, cuando no tenía nociones que complicaran mi pensamiento, ni preocupaciones existenciales sobre lo que me esperaría en algún futuro. Es verdad que con el paso del tiempo me he ido desgastando, y mi afición por los dulces se ha ido disipando una vez que conocí nuevas adicciones y otros entretenimientos, tal y como lo es el café y las redes sociales. Mi visión del mundo ha cambiado, pero ¿qué hay de la visión que uno tiene de los niños de hoy, tras ser veterano de esa infancia vivida?

            Este año, el panorama del Día de Muertos, a comparación de años anteriores, no varió mucho que digamos: numerosos creyentes susurraban oraciones a favor de sus difuntos, por lo que los templos cerraron sus rejas hasta tarde; en los mercados, se remataron los disfraces hasta la última hora de la tarde; de las panaderías se despedía el mismo olor familiar a pan de de muerto recién horneado, como el año pasado, y el antepasado; las calles estaban adornadas con uno que otro alarde sobre la fachada de los hogares: papel maché, esqueletos colgantes, telarañas de algodón y grandes ofrendas puestas en el patio, entre otros; y los niños, disfrazados de ansiedad, esperarían en sus aposentos, hasta que muriera la tarde

             Esa misma tarde, a petición de mi hermana, quien prepararía pay de calabaza, me pidió de favor que fuera a comprar una base de galleta en aluminio que daría soporte a la tarta.Al salir para dirigirme al centro comercial, aún la tarde iluminaba con un sol rojizo a punto de ocultarse. Pasando el pasillo de la harina y  levaduras, ella me llama por celular, y me dice que también saldría para comprar "algunas cosillas".

            - Vente para la casa. Yo compro los dulces.- Agrega ella, a sabiendas que estábamos desarmados para la hora de la repartidera.

             Pagué en caja y la cajera, incluso, me regalo una paleta: "¡Vuelva pronto!". Para cuando salí del establecimiento, todo estaba oscuro, las calles eran visibles gracias a los faros, pero un aire de extrañeza me llego en ese momento: casi no encontré niños rumbo a mi casa. Y eso era bueno, porque  no quería toparme con alguno niño que me pidiera alguna golosina, y yo tuviera que pasar por la pena de decirle "lo siento, carnalito, ando pobre". Pues tal fue mi pena el año pasado, cuando un niño de apenas cuatro años (calculándole a ojo de buen cubero),vestido con la inocencia Chavo del ocho, me pidió con humildad su calaverita. Y me cayó tan bien de primera impresión, que tenía las ganas de malicia con decirle "¡pues dónde la perdiste!", pero al darme cuenta de que estaba desarmado sin dulce alguno, no estaba en posición de nada, por lo que me vi obligado a retractarme de la escena al declararle, como cuando tienes que confesar tu travesura, con la verdad carente de recompensa: "Fíjate que ora sí no traigo". El Chavo del ocho se había ido, cabizbajo, ¿la razón?: tenía pocos dulces en su costalito, y yo, afligido pero con la certeza de que tendrá pronto su buena racha. Ni modo, mala suerte de ambos.

             Sé que habrá sonado algo tonto, pero aquella pesadez me hizo crear conciencia respecto a la felicidad de un niño, mientras pudiera gozarla, como alguna vez lo hice. Y si bien es cierto que el bochorno incitaba a repetirse este año, lo mejor que podía hacer era escabullirme entre las oscuras calles aún no invadidas por algún fantasma, una bruja o el mismo chavo del ocho.

              Eran cerca de las siete y media de la noche, y hasta ese punto empezaba a pensar que la infancia ya no era la misma de antes, puesto a que las calles por las que pasaba se veían un tanto desoladas. "¿Será que se habrá ido perdiendo la tradición? ¿Los niños tendrán mejores cosas que hacer, en lugar de recolectar dulces? ¿O será que la mayoría ha encontrado una adicción mejor que la del azúcar? ¡Dios! ¡El Estado está fallido! ¡Hemos corrompido a estas pobres criaturas!", pensaba yo. 

             Pero en una esquina, justo al dar vuelta en una manzana, justo a seis casas de la mía, ahí estaban. De repente se habían multiplicado de nada, y ahora deambulaban en grupos de cuatro o cinco chamacos, todos en dirección hacía mí, sin aún percatarse de mi presencia. "¡Mierda! ¿Pa´ dónde jalo?". Y me regresé por donde vine, pensando en rodear la manzana para llegar a mi domicilio por el otro lado. "¡Joder!". Al recorrer toda la calle detrás de mi casa había más niños a la vista. Estaba atrapado en un campo de batalla, y no podía  regresar a mi base, pues la infancia custodiaba las calles. Lo único que podía hacer es seguir ocultándome para sobrevivir ante las calabazas andantes.

             De pie, oculto entre los arboles de una esquina, aplicaba el único 'plan B' que tenía, con la esperanza de derivar en una de dos soluciones: a) aguardar hasta que los niños que rondarán cerca se disiparan y pudiera, al fin, entrar con aires de victoria; o b) esperar a que los refuerzos llegaran y mi hermana me rescatara con la carnada en mano.

             Eran las ocho con diez y ya era oficial: comenzaba a odiar a los niños, quienes no dejaban de fluir en manadas. A las ocho quince, tras pasar frío esa noche, sucedió un milagro, pues el plan B, inciso a, rindió frutos. Eché un vistazo entre las ramas y vi la oportunidad de salir como un misil en dirección a mis ya extrañados aposentos. Salí a paso veloz . 1, 2, 3 calles que avanzaba y ningún niño a la vista.¡Al fin era libre! Llegué a la reja de mi casa, sostuve con una mano la bolsa de la base del pay, y con la otra busqué en el fondo mis bolsillos la llave de mí libertad absoluta.

             "¿Señor, me da mi calaverita, por favor?". Di media vuelta, y ahí estaba, cubierto con una sábana roída, y murciélago en mano con forma de canasta. Estaba perdido, mis esfuerzos fueron en vano. Quería sonreír, pero al simple echo de proyectar al Chavo del Ocho en ese niño, me venía a la garganta un trago a amargo. "Oye, no es por nada pero...". Justo antes de terminar mi frase lapidatoria, una luz divina me iluminó el coco, recordando la paleta que me había obsequiado la cajera. La saqué de mi chaqueta y complete mi fase con un "...aquí tienes". "¡Gracias! ¡Buu... buu...!", susurró y se fue. 

                Mi alma descansó en paz esa noche. Pero eso no evitaba que reconsiderara la oportunidad de  optar por un futuro sin hijos. ¡Ah, qué diablos! Fue una noche digna para recordar y aprender algo bueno,  y es que, además de procurarse salir a las calles armado con algún dulce, siempre tengamos en mente que la noche del Día Muertos no sólo es  una hazaña o un juego de niños, sino toda una experiencia que pueden vivir los no tan niños, pues, si no fuesen por su presencia durante la noche, nunca podremos sentir la satisfacción de hacer feliz a un niño, por más travieso o tímido que sea, como alguna vez nosotros lo fuimos. 

domingo, 7 de noviembre de 2010

Aprendiendo de los que saben

Comenzando el primer semestre de la carrera de Ciencias de la Comunicación, cualquiera puede cuestionarse distintos puntos respecto a lo que le espera en semestres posteriores. Puede que surjan dudas acerca de la especialidad que se desee tomar más adelante. Se puede sentir la necesidad de pedir una opinión distinta,  ajena al criterio propio, que permita esclarecer inquietudes que tengan referencia a lo que, en semestres más adelante, se pueda encontrar. ¿Qué podrán decirme algunos alumnos de otras generaciones?

                Elsa Alcántara es estudiante de tercer semestre, decidida a seguir el eje del periodismo, y nos asegura que la carrera significa mucho más que aprender a leer y escribir, o simplemente tener algo qué decir. “Desde pequeña siempre me ha llamado la atención el trabajo del periodista, escribiendo entrevistas, elaborando artículos… Espero lograr llegar a una maestría para reforzar mis estudios y ser una buena periodista reconocida en El Universal”, nos cuenta Elsa.

                La carrera no se enfoca únicamente al periodismo, sino que también se dirige a especialidades como la de publicidad, comunicación política, comunicación organizacional y producción audiovisual. Ésta última será el eje a seguir por Andrea Saucedo, quien, al igual que Elsa, se encuentra inscrita en tercer semestre, pero ha decidido  desarrollarse plenamente en esta rama cuando logre llegar a quinto semestre.

                “Desde hace tiempo que me interesa el fenómeno de la comunicación dentro de una de una sociedad, en general… pero me intereso más por los mensajes que nos transmiten los medios masivos de comunicación… Dentro de diez años me veo laborando en algún campo de producción, ya sea cinematografía o radio, representando a mi Universidad”, asegura Andrea.

                Describiendo un poco más la carrera, según el perfil profesional, las Ciencias de la Comunicación tienen como objetivo de estudio (y labor) un campo muy extenso, pues, el comunicólogo o comunicador, debe participar de manera directa en los procesos de comunicación humana y colectiva, aplicando métodos de investigación y análisis dentro de la información recolectada y manipulada, además del estudio de  los diversos mensajes transmitidos por los medios de comunicación social, repercutiendo, tanto en los individuos como en la sociedad misma.

                Ser universitario de la Universidad Nacional Autónoma de México implica también algo que ha llegado a ser muy significativo para quienes llevan, incluso, varios años laborando como profesores dentro de la facultad. Tal es el caso de Olga Velázquez, quien imparte un seminario de tesis. “En la UNAM, la única institución pública nacional gratuita, operan principios como la libertad de cátedra y una libertad plena para el trabajo de investigación de los estudiantes.  Eso significa la Universidad, porque su mismo nombre nos habla de una universalidad de ideas…”, asegura.

                “La facultad (de Ciencias Políticas y Sociales) se ha convertido en mi segunda casa… Gracias a los profesores y a los servicios que me brinda la Universidad, como la biblioteca o el centro de cómputo, me han apoyado mucho desde el primer semestre”, agrega Érica Cortés, alumna de la profesora Velázquez.

                Yolanda Rendón es un vivo ejemplo de cómo ha aportado parte de su trabajo como docente y ha aplicado sus conocimientos (originalmente) de otra área para la formación de los alumnos de la carrera de Ciencias de la Comunicación. Ella estudió en la Facultad de Psicología, y “después de que un amigo me invitara a trabajar, comencé a dar clases de psicología y comunicación… Llevo cerca de 27 de años laborando en la facultad”, narra la profesora Rendón. “A estas alturas, yo ya no espero nada de la UNAM, pues ya me lo ha dado todo, me ha dado las mayores satisfacciones de mi vida… De mis alumnos sólo espero que agradezcan todo lo que la universidad les ha brindado, y que a través de lo que ellos reciban ser mejores ciudadanos en lo que hagan”, agrega.

               Son diversas las actividades que tiene el comunicólogo, como para la construcción de su conocimiento y experiencia. En lo personal, como estudiante de primer semestre de dicha carrera, espero mucho en semestres posteriores, poder superarme día con día y desarrollarme en el campo laboral. Estoy de acuerdo en que la facultad se convierta en nuestra segunda casa, desenvolviéndonos con cada clase aprendida y cada trabajo final, poniéndonos a prueba en todo momento.

                Siempre  es bueno contar con fuentes de información entre lo estudiantes de semestres más avanzados, permitiendo que cualquiera logre darse una idea de lo que pueda depararle en algún futuro cercano, ya sea tomando una especialidad para ayudar a orientar a la gente de nuevo ingreso, sino que también la experiencia y los consejos de los profesores sirven como una guía para los estudiantes, además de poder entrar a sus clases para despejar dudas respecto a la forma en cómo en cómo se imparte la materia, por mencionar algún punto de interés.

                En mi opinión, creo que poder acercarse a alguien para disipar dudas, ya sea con el auxilio de compañeros o profesores, así como de egresados de la carrera, es una actividad que debemos proponernos todos, pues, desde un inicio, siempre habrá dudas qué aclarar, y a pesar de ir disipando cada una, es normal que surjan más preguntas con el paso del tiempo, pero siempre nos ayudarán a decidir lo que realmente convenga para una vida profesional deseada. Siendo nosotros, en algún futuro, quienes podamos orientar a futuras generaciones, tal y como alguna vez nos apoyaron a nosotros.