viernes, 12 de noviembre de 2010

Día de muertos: un dulce, un niño

A mis escasos siete años de edad, recuerdo que la noche del Día de Muertos solía ser una fecha un tanto especial para mí, pues llegaba a convertirse en algo personal, en una misión importante, en toda una hazaña. Era una dulce aventura nocturna que todo niño (pensaba yo) deseaba realizar, reservando, hasta el anochecer,  las ambiciones de capitalizar la mayor cantidad de dulces posibles que le permitiesen sus inocentes facultades. Mi única arma en juego, además del disfraz, era portar (a diestra y siniestra) aquella calabaza de ojos, nariz y boca decorados, lista (en todo momento) para almacenar sus azucaradas victorias. Pero si del humilde receptáculo anaranjado se asomaban alguno que otro confite, siempre llegaba a ser útil traer consigo una bolsa extra para descargar los dulces logrados,¡claro!, después de recorrer y asaltar a casi toda una cuadra. 

          Cabe resaltar un punto importante durante la transacción entre el niño y el proveedor que satisface la demanda, ya que cuando el infante llena sus pulmones para soltar aullidos a la puerta de algún extraño, nunca habrán de importar las diferencias que pudiesen existir con la victima en pleno atraco golosinezco, pues su raza, creencias, preferencias sexuales, ideologías políticas, o de menos su nombre, pasan desapercibidos ante las verdaderas intenciones del disfrazado en cuestión, sólo con el único objetivo de lograr el gran cometido: "¿me da mi calaverita, por favor?".

            Tras años de haber perdido mi infancia, recuerdo ahora, con una ancha sonrisa, cómo la vida de niño era tan simple y sencilla, cuando no tenía nociones que complicaran mi pensamiento, ni preocupaciones existenciales sobre lo que me esperaría en algún futuro. Es verdad que con el paso del tiempo me he ido desgastando, y mi afición por los dulces se ha ido disipando una vez que conocí nuevas adicciones y otros entretenimientos, tal y como lo es el café y las redes sociales. Mi visión del mundo ha cambiado, pero ¿qué hay de la visión que uno tiene de los niños de hoy, tras ser veterano de esa infancia vivida?

            Este año, el panorama del Día de Muertos, a comparación de años anteriores, no varió mucho que digamos: numerosos creyentes susurraban oraciones a favor de sus difuntos, por lo que los templos cerraron sus rejas hasta tarde; en los mercados, se remataron los disfraces hasta la última hora de la tarde; de las panaderías se despedía el mismo olor familiar a pan de de muerto recién horneado, como el año pasado, y el antepasado; las calles estaban adornadas con uno que otro alarde sobre la fachada de los hogares: papel maché, esqueletos colgantes, telarañas de algodón y grandes ofrendas puestas en el patio, entre otros; y los niños, disfrazados de ansiedad, esperarían en sus aposentos, hasta que muriera la tarde

             Esa misma tarde, a petición de mi hermana, quien prepararía pay de calabaza, me pidió de favor que fuera a comprar una base de galleta en aluminio que daría soporte a la tarta.Al salir para dirigirme al centro comercial, aún la tarde iluminaba con un sol rojizo a punto de ocultarse. Pasando el pasillo de la harina y  levaduras, ella me llama por celular, y me dice que también saldría para comprar "algunas cosillas".

            - Vente para la casa. Yo compro los dulces.- Agrega ella, a sabiendas que estábamos desarmados para la hora de la repartidera.

             Pagué en caja y la cajera, incluso, me regalo una paleta: "¡Vuelva pronto!". Para cuando salí del establecimiento, todo estaba oscuro, las calles eran visibles gracias a los faros, pero un aire de extrañeza me llego en ese momento: casi no encontré niños rumbo a mi casa. Y eso era bueno, porque  no quería toparme con alguno niño que me pidiera alguna golosina, y yo tuviera que pasar por la pena de decirle "lo siento, carnalito, ando pobre". Pues tal fue mi pena el año pasado, cuando un niño de apenas cuatro años (calculándole a ojo de buen cubero),vestido con la inocencia Chavo del ocho, me pidió con humildad su calaverita. Y me cayó tan bien de primera impresión, que tenía las ganas de malicia con decirle "¡pues dónde la perdiste!", pero al darme cuenta de que estaba desarmado sin dulce alguno, no estaba en posición de nada, por lo que me vi obligado a retractarme de la escena al declararle, como cuando tienes que confesar tu travesura, con la verdad carente de recompensa: "Fíjate que ora sí no traigo". El Chavo del ocho se había ido, cabizbajo, ¿la razón?: tenía pocos dulces en su costalito, y yo, afligido pero con la certeza de que tendrá pronto su buena racha. Ni modo, mala suerte de ambos.

             Sé que habrá sonado algo tonto, pero aquella pesadez me hizo crear conciencia respecto a la felicidad de un niño, mientras pudiera gozarla, como alguna vez lo hice. Y si bien es cierto que el bochorno incitaba a repetirse este año, lo mejor que podía hacer era escabullirme entre las oscuras calles aún no invadidas por algún fantasma, una bruja o el mismo chavo del ocho.

              Eran cerca de las siete y media de la noche, y hasta ese punto empezaba a pensar que la infancia ya no era la misma de antes, puesto a que las calles por las que pasaba se veían un tanto desoladas. "¿Será que se habrá ido perdiendo la tradición? ¿Los niños tendrán mejores cosas que hacer, en lugar de recolectar dulces? ¿O será que la mayoría ha encontrado una adicción mejor que la del azúcar? ¡Dios! ¡El Estado está fallido! ¡Hemos corrompido a estas pobres criaturas!", pensaba yo. 

             Pero en una esquina, justo al dar vuelta en una manzana, justo a seis casas de la mía, ahí estaban. De repente se habían multiplicado de nada, y ahora deambulaban en grupos de cuatro o cinco chamacos, todos en dirección hacía mí, sin aún percatarse de mi presencia. "¡Mierda! ¿Pa´ dónde jalo?". Y me regresé por donde vine, pensando en rodear la manzana para llegar a mi domicilio por el otro lado. "¡Joder!". Al recorrer toda la calle detrás de mi casa había más niños a la vista. Estaba atrapado en un campo de batalla, y no podía  regresar a mi base, pues la infancia custodiaba las calles. Lo único que podía hacer es seguir ocultándome para sobrevivir ante las calabazas andantes.

             De pie, oculto entre los arboles de una esquina, aplicaba el único 'plan B' que tenía, con la esperanza de derivar en una de dos soluciones: a) aguardar hasta que los niños que rondarán cerca se disiparan y pudiera, al fin, entrar con aires de victoria; o b) esperar a que los refuerzos llegaran y mi hermana me rescatara con la carnada en mano.

             Eran las ocho con diez y ya era oficial: comenzaba a odiar a los niños, quienes no dejaban de fluir en manadas. A las ocho quince, tras pasar frío esa noche, sucedió un milagro, pues el plan B, inciso a, rindió frutos. Eché un vistazo entre las ramas y vi la oportunidad de salir como un misil en dirección a mis ya extrañados aposentos. Salí a paso veloz . 1, 2, 3 calles que avanzaba y ningún niño a la vista.¡Al fin era libre! Llegué a la reja de mi casa, sostuve con una mano la bolsa de la base del pay, y con la otra busqué en el fondo mis bolsillos la llave de mí libertad absoluta.

             "¿Señor, me da mi calaverita, por favor?". Di media vuelta, y ahí estaba, cubierto con una sábana roída, y murciélago en mano con forma de canasta. Estaba perdido, mis esfuerzos fueron en vano. Quería sonreír, pero al simple echo de proyectar al Chavo del Ocho en ese niño, me venía a la garganta un trago a amargo. "Oye, no es por nada pero...". Justo antes de terminar mi frase lapidatoria, una luz divina me iluminó el coco, recordando la paleta que me había obsequiado la cajera. La saqué de mi chaqueta y complete mi fase con un "...aquí tienes". "¡Gracias! ¡Buu... buu...!", susurró y se fue. 

                Mi alma descansó en paz esa noche. Pero eso no evitaba que reconsiderara la oportunidad de  optar por un futuro sin hijos. ¡Ah, qué diablos! Fue una noche digna para recordar y aprender algo bueno,  y es que, además de procurarse salir a las calles armado con algún dulce, siempre tengamos en mente que la noche del Día Muertos no sólo es  una hazaña o un juego de niños, sino toda una experiencia que pueden vivir los no tan niños, pues, si no fuesen por su presencia durante la noche, nunca podremos sentir la satisfacción de hacer feliz a un niño, por más travieso o tímido que sea, como alguna vez nosotros lo fuimos. 

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