viernes, 13 de abril de 2012

Esto no es una colonia

Ubicado en la periferia del Distrito Federal, la demarcación de Valle de Aragón es como una bandera alemana: la colonia está formada por tres hileras de diferentes tipos de hogares. Hay departamentos, con seis pisos cada uno; casas dúplex, con un hogar en cada piso; y casas solas que, hace varias décadas atrás, eran tan iguales como las Casas GEO.




Desde que tengo memoria, el suburbio de Valle de Aragón guarda ciertos tintes de madurez: las arrugas agrietadas persiguen el paso andante de quien vaga desde la avenida Central hasta avenida Valle Alto. El desgaste de la colonia está tanto en la acera, en las construcciones, como en el panorama y su gente.

Entre las franjas que dividen las hileras de aquella bandera colonial, entre las avenidas de Yang-Tse y Yukón, circundan las “peceras” que van ya sea para Martin Carrera, Basílica, 18 de marzo o para Indios Verdes. Sin embargo, casi nadie conoce Valle de Aragón. “¡Ah! Mira: ¿Ubicas la San Felipe? Pues está a ladito”.



Uno de los puntos clave de mayor concurrencia es el mercado, el Jiménez Cantú, ubicado en el epicentro de la colonia, en donde la gente transita como hormigas en un hormiguero. “¡Hola, manita! ¿Qué le damos?”, cuestiona el verdulero al acercarse la gente a su trinchera de frutas y verduras; “deme cuarenta de maciza de marrano”, se alcanza a escuchar allá a lo lejos, en la carnicería de don Manolo, donde las “doñas” arman sus bolsas del mandado mientras se disparan chismes mutuamente.




Aledaño al mercado, está la Iglesia, aquel castillo grisáceo y gigante, aquella fortaleza en donde aún descansa la palabra de Dios para los creyentes. Los domingos, frente a las rejas de la casa del Señor, suele estacionarse una vagoneta que provee de tamales a quienes van saliendo de recibir el sermón del padre, y a otros tantos que vienen porque esos tamales son de los más concurridos (y ricos) de la colonia. “¡Híjoles! Ya se me terminaron los de verde. ¿Ya ves? Por no llegar tempra’ a misa”.




Pasando la avenida, a lado de las tortillas, Pan Valle abre sus puertas desde que canta el gallo para ofrecer su ricas chapatas, conchas y cucuruchos de chocolate con chantillí. Se trata de un establecimiento un tanto antaño que ha vendido pan desde que tengo noción de mi existencia. No obstante, es contrastante ver cómo hoy en día, con el aspecto lúgubre y no tan salubre, cuelga de un muro un gran diploma enmarcado con el encabezado “1er. Lugar. Por su calidad e higiene en sus productos. Año: 1995”. La relatividad del pan no puede ser más obvio, pues a pesar de que dicha higiene se haya perdido con el paso de los años, quizá sea lo insalubre lo que le dé mayor sazón. Todo cuesta en esta vida.




Pero, ¿y qué hay de la gente ahí? Bueno, hay de todo: niños, jóvenes, adultos, viejos, hombres, mujeres, creídos, guapas, oficinistas, raros, pepenadores, ambulantes, testigos de Jeova, “fresas”, “chacas”, etc. Nada del otro mundo.

La mayor parte de quienes sobreviven a Valle es gente humilde que vive, despierta, sale, trabaja, regresa, convive, consume y descansa. Aquel conjunto la engloban las familias jóvenes, los viejos y jubilados.




Sin embargo, existe una minoría de juventud precoz y desmedida y llevan la fiesta y demás reventones en casas, en pequeños bares de la colonia y demás centros “cheleros”.




Durante la noche, más los fines de semana, es recurrente oír a lo lejos el reggaetón o el “punchis punchis”. Conforme muere el sol, la colonia se torna un tanto insegura para andar por ahí, solo y vulnerable ante los asaltos nocturnos.

Hace medio año que varios vecinos fueron a quejarse con el delegado de “la bola”, el ayuntamiento situado a las faldas de la avenida central. “Uno nunca sabe cuándo le vaya a tocar a uno. (…) A mí ya me chacalearon dos veces desde el año pasado. (…) Y luego con eso de que andamos a lado de la campestre y la San Fe(lipe)”, menciona don Victor, de Valle de Matamoros 123.




A voces vive la presencia de una pandilla de “reggaetoneros” conocida como los “chaneques”, quienes se concentran en la zona de las casas dúplex durante los fines de semana y reventón. A chismes se tienta a creer que el cártel de la familia Michoana ya está operando cerca de por ahí. ¿Será?




¿Qué será de los niños de las dos primarias públicas que operan en la Valle? ¿Acaso se verán mal influenciados como la mayoría de los pubertos precoces que pasan a secundaria? ¿Serán como los actuales delincuentes juveniles, quienes sobre dos ruedas y un motor, asechan contra la seguridad que hace diez años respiraba en las calles?

En los días inciertos, el vochito chismoso recorre las mañanas mientras que, con paso lento, la garganta parlante de su altavoz grita que mataron a fulano de tal en equis calle. Ninguna novedad.




Quizá, uno de las cosas que alegran la colonia, por ejemplo, son los primeros de noviembre, en donde a lo largo de un gran segmento de avenida Valle de Yang-Tse, desde la iglesia, hasta unas 10 cuadras con dirección a Valle alto, se arma una fiesta de vida y color. Grandes y chicos visten de pieles diferentes: unos de calaca, otros de lechita Blur. Aun cuando la avenida se ahoga de tanta gente, no falta, año con año, el par de chiflados que, en calzoncillos y con máscaras de luchador, se aventuran en bici semidesnudos para abrir paso entre el mar de gente. Un clásico en Valle.




Aquel epicentro, en donde parece haber lo más emblemático del barrio, es el escudo nacional, es el blasón que radica en el centro de aquella bandera populosa; es la semilla de donde se irradia y reúne vida.




Valle de Aragón es muchas cosas a la vez a excepción de una, y quizá sea sólo Magritte quien me comprenda, pero esto no es una colonia.