sábado, 17 de noviembre de 2012

La geopolítica amorosa


Me atrevería a decir que en todas las relaciones sentimentales (amorosas), aun siendo más "llegadoras" pero nunca menos ni más importantes que las amistades, siempre se develan luchas de intereses que podrían llegar a rozar de forma implícita a la pareja dispareja; tales conflictos llegan a derivar, incluso, en batallas campales y/o en cachetadas de telenovela.
         Hasta la fecha, cuando platico con mis amigos respecto a problemas con sus parejas, aparecen siempre los factores “dominado” y “dominante”: en dicha relación, uno de los dos termina por ceder ante la petición que satisface los intereses del otro.
         Pareciera que esto es el motor de la relación entre los novios, pues si se logra un equilibro (posible, mas nunca perfecto), ambas partes saldrán complaciendo parte de su interés.
         Expongo un caso que recuerdo con gracia (¡en el cual juro que no me involucro!): una chica “dominante” y caprichosa ejerce su voluntad hacia su novio “dominado”, un sujeto simpático con cierta falta de carácter y egoísmo.
Él mimaba y consentía a su dominante, con la esperanza de recibir las mismas atenciones por parte de ésta. No obstante, ello no resultó como él hubiese esperado y sintió no recibir más de lo que él daba; además, se hartó de que ella estuviera quejándose de él todo el tiempo, por lo que el dominado optó por la sublevación: la cortó.
         Tiempo después (dígase unos tres días), la chica, la cual tras haber resentido la ausencia de sus malacostumbrados caprichos realizados, terminó por buscar al susodicho, quien terminó por volverse en un dominante, dejando de cumplir con toda demanda de la, ahora, dominada.
         Queda demostrado, por ende, que cualquiera podría llegar a ser un partidario híbrido: ayer tras haber sido dominado; hoy, dominante; y mañana, quién sabe.
Pero si vemos el incidente citado desde otra perspectiva, quizás el chico desde un inicio fungió como un ser dominante, al menos de manera latente. Tal vez él sabía desde un inicio a lo que se enfrentaba, a la postura renuente y necia de su querida. En tal caso, si fue así, ¡vaya genio maquiavélico el suyo! Sólo resta que no lo eche a perder y no baje la guardia: seguramente  perderá su victoria el día en que vuelva a sacrificar su interés en aras de consentir los territorios de ella, nuevamente. ¡Qué triste pueden llegar a perdurar tales círculos viciosos!
         Con situaciones como éstas,  ni a Landes ni a Pinochet se les hubieran ocurrido este tipo de burdas aplicaciones geopolíticas hacia los negocios del corazón. Cada quien los comprende y adapta al campo de batalla. Cada quien se conoce y sabe hasta dónde llegan sus límites y capacidades. Cada quien sabrá qué maniobras ejecutará para lograr la captura de un beso o el triunfo consumado de una pasión.
         Hermann Hesse encuentra en Siddharta una visión ideal y recíproca ante a este juego poderes: "a él, le enseñó a fondo la lección de que no se puede encontrar placer sin dar placer, y que cada gesto, cada caricia, cada contacto, cada mirada, cada trocito del cuerpo tiene su secreto, que prepara la dicha para despertar al iniciado. Le enseñó que los amantes, después de una fiesta de amor, no pueden separarse uno del otro sin admitirse mutuamente, sin estar vencido al igual que él ha vencido, para que no aparezca la saciedad o el vacío en ninguno de los dos y el maligno sentimiento de haber abusado o de que han abusado de él".
Sin embargo, esto que acabo de ensayar no lo tomo por hecho, ni me sentiré con la calidad moral para estimar como a una ley dicha propuesta (a veces absurda, a veces cierta), porque siempre me olvido de los argumentos cada que enveneno la cordura, cuando me enamoro a diestra y siniestra, cuando me vuelvo débil ante la causa de mi propia desgracia.

Diabetes: un dulce cáncer


Eran cerca de las nueve y el sonido ensordecedor del motor despertó al pequeño Mau. A éste le sorprendió y decidió correr hacia la puerta de su casa. Alcanzó a despedirse de sus padres. Su papá estaba cerrando la reja y con voz tenue lanzó una sentencia: “vamos al IMSS para que chequen a tu mamá”.
            Ella se encontraba sentada en el asiento del copiloto, a bordo de un vocho verde y viejo. “Cierra bien la casa. Regresamos pronto”, dijo su madre suavemente. Mau, a sus catorce de edad, le creyó sin duda alguna.
Mentira, nunca volvió.
            Desde que él tenía memoria, su mamá padecía diabetes: ese cáncer que devora mucho más que el páncreas y consume a la vida como a la insulina dosificada. Sin embargo, ella demostraba su empeño y realizaba labores en casa en compañía del más pequeño de la familia. “Mau, ve, por favor, a la tienda por medio de huevo y azúcar”, solía decir. Y si no era huevo y azúcar, eran tortillas; si no eran tortillas, sabrá Dios que les hubo faltado en la mesa.
            Ella solía hacer de todo cuando su esposo y sus otros dos hijos estaban fuera de casa todo el día: cocinaba, barría, trapeaba, lavaba, planchaba, cosía, acarreaba (agua), compraba y regateaba en el mercado de Valle de Aragón, entre otras cosas.
            Cada que salía de casa, portaba siempre un vestido, con costuras en alguna parte de la falda. En realidad eran pocos los vestidos que le quedaban “buenos”. Siempre que se enlistaba para salir “al mandado”, procuraba que los vendajes de sus tobillos estuviesen en orden y que el segurito que los sujetaba no se fuera a soltar. Solía usar siempre un par de medias de color carne  para tratar de disimular, aunque fuera un poco, lo hinchado y moreteado de sus piernas.
            Cada que Mau regresaba de la escuela, ella se encontraba lavando ropa o terminando de cocinar para comer a buena hora de la tarde, dígase a las dos o tres, regularmente. Antes de comer, siempre tomaba sus pastillas y se inyectaba insulina con la jeringa de un mililitro.
            Por las tardes, cuando terminaba de planchar, siempre se iba a recostar en su cama. “Es para que descansen mis piecitos, que ya me andan punzando”. Dormía hasta que las horas pasaban y las calles se teñían de claroscuros: noches en que la luz de los postes hacían posible la visión para todo transeúnte. Dormía hasta que papá llegaba, cansado por el trabajo,  y buscaba que había preparado en la cocina. Casi a la misma hora, los otros dos hijos (Fabiola y Enrique) llegaban de estudiar y/o trabajar.
            Un día por la tarde, sábado, seguramente, Blanca Estela se encontraba aseando la sala. La escoba cumplía con su función casera con cada barrida. Pero, tras un movimiento incierto, ella alcanzó a golpearse su pierna derecha con la esquina de una mesita. Y a pesar de que el impacto haya sido mínimo, los vendajes comenzaron a teñirse de un rojo marrón. Optó por mejor sentarse en una silla.
            Ella llamó a Mau, quien en ese entonces contaba nueve de edad y quien se encontraba dormido en su cuarto. El infante escuchó el sollozo y bajó con la intriga y preocupación. A la hora de asistir a su madre, le quiso ayudar a retirar la venda; pero tras un movimiento en falso, parte de la costura se atoró en una costra, misma que al ser forzada logró romperse y escapar sangre a borbotones.
            El chorro de sangre alarmó a ambos. Mau corrió por papel de baño,  cortó un tramo, lo hizo bolita y presionó contra la herida. Pasaron cinco minutos hasta que el flujo rojinegro comenzó a cesar, por lo que el pequeño pudo, al fin, tomar el teléfono y marcar a papá.
            A más tardar en una hora, el jefe de la casa arribó a la escena, dejó su maleta en el sillón y se dirigió con su mujer. Ella, desde la cama, yacía dormida, como siempre, ya más tranquila.
            La diabetes había hecho una más de las suyas.
En años posteriores, su cáncer fue consumiéndola de manera paulatina. A finales de 2006, su rostro solía notarse un poco más cansado y las canas poblaban cada vez más sobre sus cabellos rizados. Su voz se escuchaba tan gastada como sus vestidos. Sin embargo, sólo había pocas cosas que no cambiaban en ella: sus raciones de insulina y su maestría en el auto suministro.
Mau, con el tiempo, se fue volviendo aprendiz en el arte de los quehaceres en casa, no sólo por solidaridad, sino porque llegó el momento en que su madre, Blanca Estela, ya no podía levantarse de cama, pues el dolor en sus piernas era tal que le privaba de su libertad para desplazarse, si quiera, dentro de la casa. En años anteriores, ella subía las escaleras con esfuerzo: subía escalón por escalón; un pie nunca podía dar el siguiente paso sino hasta que el pie el anterior le alcanzara a la par.
Aquellos fueron los mismos pies que recibían un tratamiento especial, un tanto familiar. Cada semana, todos se encargaban de limar la planta de sus pies con una lija especial para diabéticos. Blanca cargaba con unos pies que lucían siempre cenizos, y a pesar de que la lima no hacía el milagro de recobrar el color de hace veinte años, al menos lograba suavizarles un poco.
No obstante, a inicios de 2007, un accidente marcó el inició de final: Blanca regresaba del mandado cuando, su paso andante recorría una zona en donde el pavimento estaba bastante descuidado y sucio. Entre las grietas de éste se escondían residuos sólidos de todo tipo: cajas, latas, botellas de jugo y cerveza.
En un descuido, un vidrio roto le atravesó el zapato,  originando una herida un tanto profunda en la parte del talón. A partir del día siguiente, ella comenzó a guardar cama, de ahí hasta que el Humberto llevó a su esposa al hospital de Zaragoza.
Un mes duró ella en el hospital. Durante en ese lapso, todos tuvimos que movilizarnos y ponernos al tanto. Tanto Humberto como Enrique y Fabiola, dado a que contaban con la mayoría de edad, se encargaban de llevar todo lo necesario al IMSS en horario de visitas: papel de baño, jabón, cepillo de dientes, pasta y más vendas, entre otras cosas. Ellos tres se organizaban para hacer guardia y rolar turnos.
Mau, por su parte, le tocaba la significativa labor de resguardar la casa cuando llegaba de la escuela. De hecho era algo que empezaba a hacer en mayor parte desde que su madre yacía en cama. Cuando llegaba, con el uniforme puesto, revisaba que había en el “refri”, sopesaba los recursos que encontraba y hacía la lista del mandado de lo que iría a comprar. Blanca Estela, desde su base, le asesoraba con lo que el puberto tenía que comprar, siempre y cuando, fuesen alimentos que estuviesen permitidos en la dieta de un diabético. Y, al regresar del mandado, sólo restaba meter manos a la obra para prepara ya sea unas enchiladas suizas, un caldito de pollo o sopa aguada, dentro de las primeras cosas que aprendió a preparar Mau.
Pero durante aquel mes, él tuvo que hacerse de su empiria dentro del campo de batalla para tomar lidiar con los labores de la casa. Sin embargo, las noticias que llegaban por la noche sobre el estado de su madre, según su papá o sus hermanos, no llegaban a ser tan satisfactorias como uno hubiese esperado.
            Las malas noticias han ido desde “tuvieron que hacerle diálisis” hasta “le dio a tu madre un paro respiratorio”. Tras esta última, Mau nunca pensó que algo como la diabetes pudiese derivar en algo como lo que acababa de escuchar. Ya había pasado un mes desde aquel momento en que se despidió de ella, afuera de su casa, a punto de dirigirse al hospital. La visión que tenía él sobre tal padecimiento le denotaba un panorama un tanto ignorante y prejuicioso.
            Al lunes siguiente, fue tal el pesar hasta el punto en que Mau deseo simplemente que el dolor de ella terminara, que se fuera a descansar allá arriba, resguardada en le inmensidad de Dios. Y pareciese que los deseos que volvieran realidad, pues al día siguiente, Mau se dio cuenta que Dios, al fin, lo escuchó.
            La diabetes es la primera causa de muerte en México, según datos del INEGI y la OMS. Incluso, en el 2010 los decesos por Diabetes Mellitus crecieron de 77,699 de muertos a 82,964, un 14.5% anual.
            Mau, a partir de entonces, desarrolló una cierta y ciega aversión por las cosas dulces. Prefirió otros vicios que no derivaran en una posible diabetes. “Espero nunca me de”, dice. Pero en realidad esto es algo que sólo Dios y la ciencia habrán de saber.        

A sangre blanca


 “¿Estás bien, mamá?”, preguntó la pequeña Jenny. Se había preocupado por su madre, quien tras un movimiento en falso alcanzó a cortarse con el cuchillo de los limones.
         “Descuida, cariño. Tan sólo fue una cortadita. Nada grave”, replicó doña Nancy, a pesar de que le fue imposible ocultar aquel quejido de dolor que le delataba su rostro a la niña. En cambio, la pequeña Jenny postraba con horror su mirada en la servilleta con la que su madre se limpiaba: ésta se teñía de un rojo acuarela. A pesar de que tan sólo haya sido unas cuantas gotas, eso no evita que para la menor sea una de las cosas que menos le agradaron en lo que va de su existencia.
         La pequeña Jenny, a sus escasos cinco de edad, siempre solía lucir tan radiante de energía y con una sonrisa que garantizaba su alegría siempre desbordante. Eran realmente poca las cosas por las cuales le ocasionara que sus ojos se encharcaran y sus gimoteos suscitaran. Para ella, nociones como la de violencia, destrucción, la muerte o el dolor, entre otros, le eran un tanto impuros de la condición humana, por lo que siempre pasaba por un trago amargo con tan sólo escuchar a alguien mencionar una mala noticia que contuviese esa clase de cogniciones. En pocas palabras, según su madre, ella era tan mala como un conejo.
         Sus pensamientos eran tan inocentes como su imaginación. A veces, cuando jugaba sola, su fantasía le conducía a un paraje de tierras lejanas en donde había que armarse de valor para salvar a poblaciones enteras de los presuntos bandidos; o ya sea viajar al espacio para librar una lucha intergaláctica (sólo Dios sabe de qué manera), en las que la pequeña infante jugaba el rol de una princesa que lidiaba para así obtener su pase de vuelta a casa, a su hogar, en donde las galletas se acompañan con leche tibia y los niños se duermen temprano para descubrir el desenlace de sus aventuras en su mundo onírico.
         No obstante, durante un día cualquiera, su alma de niña llegó a tropezar con la piedra de su propia ingenuidad.
         El sonido estruendoso de la chicharra         dio cita al recreo, los niños poblaron en un santiamén el patio y la hora del juego nubló el entorno de risas y algarabías por doquier.
Desde hace ya unos días que Jenny había querido trepar por entre las ramas de una bugambilia para rescatar la pelota de su amigo Leo, quien había sido una víctima más del bullying, ejercido por su re-contra-archi-enemigo Pedro, “un niño tan malo como la carne de puerco y la hora nacional juntas”, según las malas lenguas.
Con todo y vestidito de flores amarillos con fondo rojo, Jenny optó por ir a salvar aquella princesa esférica que yacía atrapada en uno de los calabozos de ese castillo un tanto enredoso y picudo: había ramas que guardaban espinas, en cierta medida, peligrosas para alguien de su edad. En cambio, fue también el deseo de Jenny por vivir las aventuras de un héroe al permutar los roles para rescatar la princesa (que, como todo buen cuento de aventuras, nunca nadie sabe, ni de qué manera, cómo es que siempre la terminan raptando).
La ventaja que tenía nuestra heroína fue que los dos principales troncos de la bugambilia que nacían desde su tallo se bifurcaban de forma muy inclinada, por lo que sólo era cuestión de camina cuesta arriba como se sube a una colina empinada. El árbol era tan grande que sus ramas lograban a medir poco más allá del primer piso de un edificio de clases; su follaje era frondoso, un buen escondite si uno decide perderse entre las pequeñas flores rojas que, en conjunto, decoran el panorama a la vista de uno.
Después de cinco minutos de haber iniciado la misión, la operación fue todo un éxito. La pequeña avalentonada había asegurado la pelota de Leo tras alcanzar una de las ramas que, por suerte, tenía apenas unas cuantas espinas, a comparación de otras más con las que se había enfrentado en su travesía colina arriba.
Sin embargo, al bajar Jenny, un paso traicionero le hizo titubear entre una rama sobre la cual estaba colocada. El volumen que ocupaba el esférico bajo su brazo derecho no le favorecía, por lo que inevitablemente tuvo que pisar una de las ramas que tenías espinas. Por suerte no se pinchó, ni mucho menos se atravesó el pie, pero se alcanzó a escuchar un “¡crash!” a la par que la rama verde y tierna se partiera en dos. Al instante, la pequeña dio un brinco en una rama mucho más fuerte en la cual pudo hallar equilibro.
La rama rota, la cual ahora tendía desde el mismo punto de ruptura, lucía como alguien que durmiese con el brazo colgando de la cama hacia el suelo. Jenny se asustó no sólo por el hecho de haberle roto un brazo al árbol, sino porque vio cómo la savia emanaba de la herida recién acuñada.
“El árbol está sangrando”, pensó en voz baja. Ese día, a pesar de haber hecho su buena acción, terminó por causarle un dolor a alguien más. Regresó a casa cabizbaja sin decirle nada a su mamá.
No pudo dormir durante la noche. Cada que dormía, soñaba que era enjuiciada en el Tribunal de la Madre Naturaleza por haber agredido de manera física a la pobre bugambilia, quien la acusaba por daño físico, moral y psicológico.
Tras su desesperación, decidió tomar cartas en el asunto y compensar el acto de su presunto pecado: se encaminó hacia el botiquín de su baño, de donde tomó un par de curitas y los llevó a la mañana siguiente como material de contrabando a su escuela.
Dicho y hecho: regresó a la escena de crimen. La savia se había secado, pero no le importó a la pequeña Jenny: arrancó la rama que ya se encontraba seca; le quitó el plástico protector al curita y se lo puso con cuidado al árbol de manera que cubriese en la mejor medida la dichosa “herida” que le originó.
De regreso a casa, le contó a doña Nancy sobre su Jenny-aventura, detalle con detalle, mas era algo que ya no le causaba tanto conflicto. Al fin había depurado su alma y su consciencia un tanto culpígena por aquél incidente suscitado. Su rostro recobró la sonrisa “colgate”; y su imaginación, la capacidad de escaparse en mundos diversos para vivir una aventura más.
Finalmente, la pequeña Jenny cerró su defensa a doña Nancy: “descuida, mamá. Tan sólo fue una cortadita. Nada grave”.