“¿Estás bien, mamá?”, preguntó la pequeña
Jenny. Se había preocupado por su madre, quien tras un movimiento en falso
alcanzó a cortarse con el cuchillo de los limones.
“Descuida, cariño. Tan sólo fue una cortadita. Nada grave”,
replicó doña Nancy, a pesar de que le fue imposible ocultar aquel quejido de
dolor que le delataba su rostro a la niña. En cambio, la pequeña Jenny postraba
con horror su mirada en la servilleta con la que su madre se limpiaba: ésta se
teñía de un rojo acuarela. A pesar de que tan sólo haya sido unas cuantas gotas,
eso no evita que para la menor sea una de las cosas que menos le agradaron en
lo que va de su existencia.
La pequeña Jenny, a sus escasos cinco de edad, siempre solía
lucir tan radiante de energía y con una sonrisa que garantizaba su alegría
siempre desbordante. Eran realmente poca las cosas por las cuales le ocasionara
que sus ojos se encharcaran y sus gimoteos suscitaran. Para ella, nociones como
la de violencia, destrucción, la muerte o el dolor, entre otros, le eran un
tanto impuros de la condición humana, por lo que siempre pasaba por un trago
amargo con tan sólo escuchar a alguien mencionar una mala noticia que
contuviese esa clase de cogniciones. En pocas palabras, según su madre, ella
era tan mala como un conejo.
Sus pensamientos eran tan inocentes como su imaginación. A
veces, cuando jugaba sola, su fantasía le conducía a un paraje de tierras
lejanas en donde había que armarse de valor para salvar a poblaciones enteras
de los presuntos bandidos; o ya sea viajar al espacio para librar una lucha
intergaláctica (sólo Dios sabe de qué manera), en las que la pequeña infante
jugaba el rol de una princesa que lidiaba para así obtener su pase de vuelta a
casa, a su hogar, en donde las galletas se acompañan con leche tibia y los
niños se duermen temprano para descubrir el desenlace de sus aventuras en su
mundo onírico.
No obstante, durante un día cualquiera, su alma de niña
llegó a tropezar con la piedra de su propia ingenuidad.
El sonido estruendoso de la chicharra dio cita al recreo, los niños poblaron
en un santiamén el patio y la hora del juego nubló el entorno de risas y
algarabías por doquier.
Desde
hace ya unos días que Jenny había querido trepar por entre las ramas de una bugambilia
para rescatar la pelota de su amigo Leo, quien había sido una víctima más del
bullying, ejercido por su re-contra-archi-enemigo Pedro, “un niño tan malo como
la carne de puerco y la hora nacional juntas”, según las malas lenguas.
Con
todo y vestidito de flores amarillos con fondo rojo, Jenny optó por ir a salvar
aquella princesa esférica que yacía atrapada en uno de los calabozos de ese
castillo un tanto enredoso y picudo: había ramas que guardaban espinas, en
cierta medida, peligrosas para alguien de su edad. En cambio, fue también el
deseo de Jenny por vivir las aventuras de un héroe al permutar los roles para
rescatar la princesa (que, como todo buen cuento de aventuras, nunca nadie
sabe, ni de qué manera, cómo es que siempre la terminan raptando).
La
ventaja que tenía nuestra heroína fue que los dos principales troncos de la
bugambilia que nacían desde su tallo se bifurcaban de forma muy inclinada, por lo
que sólo era cuestión de camina cuesta arriba como se sube a una colina
empinada. El árbol era tan grande que sus ramas lograban a medir poco más allá
del primer piso de un edificio de clases; su follaje era frondoso, un buen
escondite si uno decide perderse entre las pequeñas flores rojas que, en
conjunto, decoran el panorama a la vista de uno.
Después
de cinco minutos de haber iniciado la misión, la operación fue todo un éxito.
La pequeña avalentonada había asegurado la pelota de Leo tras alcanzar una de
las ramas que, por suerte, tenía apenas unas cuantas espinas, a comparación de
otras más con las que se había enfrentado en su travesía colina arriba.
Sin
embargo, al bajar Jenny, un paso traicionero le hizo titubear entre una rama
sobre la cual estaba colocada. El volumen que ocupaba el esférico bajo su brazo
derecho no le favorecía, por lo que inevitablemente tuvo que pisar una de las
ramas que tenías espinas. Por suerte no se pinchó, ni mucho menos se atravesó
el pie, pero se alcanzó a escuchar un “¡crash!” a la par que la rama verde y
tierna se partiera en dos. Al instante, la pequeña dio un brinco en una rama
mucho más fuerte en la cual pudo hallar equilibro.
La
rama rota, la cual ahora tendía desde el mismo punto de ruptura, lucía como
alguien que durmiese con el brazo colgando de la cama hacia el suelo. Jenny se
asustó no sólo por el hecho de haberle roto un brazo al árbol, sino porque vio
cómo la savia emanaba de la herida recién acuñada.
“El
árbol está sangrando”, pensó en voz baja. Ese día, a pesar de haber hecho su
buena acción, terminó por causarle un dolor a alguien más. Regresó a casa
cabizbaja sin decirle nada a su mamá.
No
pudo dormir durante la noche. Cada que dormía, soñaba que era enjuiciada en el
Tribunal de la Madre Naturaleza por haber agredido de manera física a la pobre
bugambilia, quien la acusaba por daño físico, moral y psicológico.
Tras
su desesperación, decidió tomar cartas en el asunto y compensar el acto de su
presunto pecado: se encaminó hacia el botiquín de su baño, de donde tomó un par
de curitas y los llevó a la mañana siguiente como material de contrabando a su
escuela.
Dicho
y hecho: regresó a la escena de crimen. La savia se había secado, pero no le
importó a la pequeña Jenny: arrancó la rama que ya se encontraba seca; le quitó
el plástico protector al curita y se lo puso con cuidado al árbol de manera que
cubriese en la mejor medida la dichosa “herida” que le originó.
De
regreso a casa, le contó a doña Nancy sobre su Jenny-aventura, detalle con
detalle, mas era algo que ya no le causaba tanto conflicto. Al fin había
depurado su alma y su consciencia un tanto culpígena por aquél incidente
suscitado. Su rostro recobró la sonrisa “colgate”; y su imaginación, la
capacidad de escaparse en mundos diversos para vivir una aventura más.
Finalmente,
la pequeña Jenny cerró su defensa a doña Nancy: “descuida, mamá. Tan sólo fue
una cortadita. Nada grave”.
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