Eran cerca de las nueve y el sonido ensordecedor
del motor despertó al pequeño Mau. A éste le sorprendió y decidió correr hacia
la puerta de su casa. Alcanzó a despedirse de sus padres. Su papá estaba
cerrando la reja y con voz tenue lanzó una sentencia: “vamos al IMSS para que
chequen a tu mamá”.
Ella
se encontraba sentada en el asiento del copiloto, a bordo de un vocho
verde y viejo. “Cierra bien la casa. Regresamos pronto”, dijo su madre
suavemente. Mau, a sus catorce de edad, le creyó sin duda alguna.
Mentira, nunca volvió.
Desde
que él tenía memoria, su mamá padecía diabetes: ese cáncer que devora mucho más
que el páncreas y consume a la vida como a la insulina dosificada. Sin embargo,
ella demostraba su empeño y realizaba labores en casa en compañía del más
pequeño de la familia. “Mau, ve, por favor, a la tienda por medio de huevo y
azúcar”, solía decir. Y si no era huevo y azúcar, eran tortillas; si no eran
tortillas, sabrá Dios que les hubo faltado en la mesa.
Ella
solía hacer de todo cuando su esposo y sus otros dos hijos estaban fuera de
casa todo el día: cocinaba, barría, trapeaba, lavaba, planchaba, cosía,
acarreaba (agua), compraba y regateaba en el mercado de Valle de Aragón, entre
otras cosas.
Cada
que salía de casa, portaba siempre un vestido, con costuras en alguna parte de
la falda. En realidad eran pocos los vestidos que le quedaban “buenos”. Siempre
que se enlistaba para salir “al mandado”, procuraba que los vendajes de sus
tobillos estuviesen en orden y que el segurito que los sujetaba no se fuera a
soltar. Solía usar siempre un par de medias de color carne para tratar de disimular, aunque fuera un
poco, lo hinchado y moreteado de sus piernas.
Cada
que Mau regresaba de la escuela, ella se encontraba lavando ropa o terminando
de cocinar para comer a buena hora de la tarde, dígase a las dos o tres,
regularmente. Antes de comer, siempre tomaba sus pastillas y se inyectaba
insulina con la jeringa de un mililitro.
Por
las tardes, cuando terminaba de planchar, siempre se iba a recostar en su cama.
“Es para que descansen mis piecitos, que ya me andan punzando”. Dormía hasta
que las horas pasaban y las calles se teñían de claroscuros: noches en que la
luz de los postes hacían posible la visión para todo transeúnte. Dormía hasta
que papá llegaba, cansado por el trabajo,
y buscaba que había preparado en la cocina. Casi a la misma hora, los
otros dos hijos (Fabiola y Enrique) llegaban de estudiar y/o trabajar.
Un
día por la tarde, sábado, seguramente, Blanca Estela se encontraba aseando la
sala. La escoba cumplía con su función casera con cada barrida. Pero, tras un
movimiento incierto, ella alcanzó a golpearse su pierna derecha con la esquina
de una mesita. Y a pesar de que el impacto haya sido mínimo, los vendajes
comenzaron a teñirse de un rojo marrón. Optó por mejor sentarse en una silla.
Ella
llamó a Mau, quien en ese entonces contaba nueve de edad y quien se encontraba
dormido en su cuarto. El infante escuchó el sollozo y bajó con la intriga y
preocupación. A la hora de asistir a su madre, le quiso ayudar a retirar la
venda; pero tras un movimiento en falso, parte de la costura se atoró en una
costra, misma que al ser forzada logró romperse y escapar sangre a borbotones.
El
chorro de sangre alarmó a ambos. Mau corrió por papel de baño, cortó un tramo, lo hizo bolita y presionó
contra la herida. Pasaron cinco minutos hasta que el flujo rojinegro comenzó a
cesar, por lo que el pequeño pudo, al fin, tomar el teléfono y marcar a papá.
A
más tardar en una hora, el jefe de la casa arribó a la escena, dejó su maleta
en el sillón y se dirigió con su mujer. Ella, desde la cama, yacía dormida,
como siempre, ya más tranquila.
La diabetes había hecho una más de
las suyas.
En años posteriores, su cáncer
fue consumiéndola de manera paulatina. A finales de 2006, su rostro solía
notarse un poco más cansado y las canas poblaban cada vez más sobre sus
cabellos rizados. Su voz se escuchaba tan gastada como sus vestidos. Sin embargo,
sólo había pocas cosas que no cambiaban en ella: sus raciones de insulina y su
maestría en el auto suministro.
Mau, con el tiempo, se fue
volviendo aprendiz en el arte de los quehaceres en casa, no sólo por
solidaridad, sino porque llegó el momento en que su madre, Blanca Estela, ya no
podía levantarse de cama, pues el dolor en sus piernas era tal que le privaba
de su libertad para desplazarse, si quiera, dentro de la casa. En años
anteriores, ella subía las escaleras con esfuerzo: subía escalón por escalón;
un pie nunca podía dar el siguiente paso sino hasta que el pie el anterior le
alcanzara a la par.
Aquellos fueron los mismos pies
que recibían un tratamiento especial, un tanto familiar. Cada semana, todos se
encargaban de limar la planta de sus pies con una lija especial para
diabéticos. Blanca cargaba con unos pies que lucían siempre cenizos, y a pesar
de que la lima no hacía el milagro de recobrar el color de hace veinte años, al
menos lograba suavizarles un poco.
No obstante, a inicios de 2007,
un accidente marcó el inició de final: Blanca regresaba del mandado cuando, su
paso andante recorría una zona en donde el pavimento estaba bastante descuidado
y sucio. Entre las grietas de éste se escondían residuos sólidos de todo tipo:
cajas, latas, botellas de jugo y cerveza.
En un descuido, un vidrio roto
le atravesó el zapato, originando una
herida un tanto profunda en la parte del talón. A partir del día siguiente,
ella comenzó a guardar cama, de ahí hasta que el Humberto llevó a su esposa al
hospital de Zaragoza.
Un mes duró ella en el
hospital. Durante en ese lapso, todos tuvimos que movilizarnos y ponernos al
tanto. Tanto Humberto como Enrique y Fabiola, dado a que contaban con la
mayoría de edad, se encargaban de llevar todo lo necesario al IMSS en horario
de visitas: papel de baño, jabón, cepillo de dientes, pasta y más vendas, entre
otras cosas. Ellos tres se organizaban para hacer guardia y rolar turnos.
Mau, por su parte, le tocaba la
significativa labor de resguardar la casa cuando llegaba de la escuela. De
hecho era algo que empezaba a hacer en mayor parte desde que su madre yacía en
cama. Cuando llegaba, con el uniforme puesto, revisaba que había en el “refri”,
sopesaba los recursos que encontraba y hacía la lista del mandado de lo que iría
a comprar. Blanca Estela, desde su base, le asesoraba con lo que el puberto
tenía que comprar, siempre y cuando, fuesen alimentos que estuviesen permitidos
en la dieta de un diabético. Y, al regresar del mandado, sólo restaba meter
manos a la obra para prepara ya sea unas enchiladas suizas, un caldito de pollo
o sopa aguada, dentro de las primeras cosas que aprendió a preparar Mau.
Pero durante aquel mes, él tuvo
que hacerse de su empiria dentro del campo de batalla para tomar lidiar con los
labores de la casa. Sin embargo, las noticias que llegaban por la noche sobre
el estado de su madre, según su papá o sus hermanos, no llegaban a ser tan
satisfactorias como uno hubiese esperado.
Las
malas noticias han ido desde “tuvieron que hacerle diálisis” hasta “le dio a tu
madre un paro respiratorio”. Tras esta última, Mau nunca pensó que algo como la
diabetes pudiese derivar en algo como lo que acababa de escuchar. Ya había
pasado un mes desde aquel momento en que se despidió de ella, afuera de su
casa, a punto de dirigirse al hospital. La visión que tenía él sobre tal
padecimiento le denotaba un panorama un tanto ignorante y prejuicioso.
Al
lunes siguiente, fue tal el pesar hasta el punto en que Mau deseo simplemente
que el dolor de ella terminara, que se fuera a descansar allá arriba,
resguardada en le inmensidad de Dios. Y pareciese que los deseos que volvieran
realidad, pues al día siguiente, Mau se dio cuenta que Dios, al fin, lo
escuchó.
La diabetes es la primera causa de
muerte en México, según datos del INEGI y la OMS. Incluso, en el 2010 los
decesos por Diabetes Mellitus crecieron de 77,699 de muertos a 82,964, un 14.5%
anual.
Mau,
a partir de entonces, desarrolló una cierta y ciega aversión por las cosas
dulces. Prefirió otros vicios que no derivaran en una posible diabetes. “Espero
nunca me de”, dice. Pero en realidad esto es algo que sólo Dios y la ciencia
habrán de saber.
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