sábado, 17 de noviembre de 2012

Diabetes: un dulce cáncer


Eran cerca de las nueve y el sonido ensordecedor del motor despertó al pequeño Mau. A éste le sorprendió y decidió correr hacia la puerta de su casa. Alcanzó a despedirse de sus padres. Su papá estaba cerrando la reja y con voz tenue lanzó una sentencia: “vamos al IMSS para que chequen a tu mamá”.
            Ella se encontraba sentada en el asiento del copiloto, a bordo de un vocho verde y viejo. “Cierra bien la casa. Regresamos pronto”, dijo su madre suavemente. Mau, a sus catorce de edad, le creyó sin duda alguna.
Mentira, nunca volvió.
            Desde que él tenía memoria, su mamá padecía diabetes: ese cáncer que devora mucho más que el páncreas y consume a la vida como a la insulina dosificada. Sin embargo, ella demostraba su empeño y realizaba labores en casa en compañía del más pequeño de la familia. “Mau, ve, por favor, a la tienda por medio de huevo y azúcar”, solía decir. Y si no era huevo y azúcar, eran tortillas; si no eran tortillas, sabrá Dios que les hubo faltado en la mesa.
            Ella solía hacer de todo cuando su esposo y sus otros dos hijos estaban fuera de casa todo el día: cocinaba, barría, trapeaba, lavaba, planchaba, cosía, acarreaba (agua), compraba y regateaba en el mercado de Valle de Aragón, entre otras cosas.
            Cada que salía de casa, portaba siempre un vestido, con costuras en alguna parte de la falda. En realidad eran pocos los vestidos que le quedaban “buenos”. Siempre que se enlistaba para salir “al mandado”, procuraba que los vendajes de sus tobillos estuviesen en orden y que el segurito que los sujetaba no se fuera a soltar. Solía usar siempre un par de medias de color carne  para tratar de disimular, aunque fuera un poco, lo hinchado y moreteado de sus piernas.
            Cada que Mau regresaba de la escuela, ella se encontraba lavando ropa o terminando de cocinar para comer a buena hora de la tarde, dígase a las dos o tres, regularmente. Antes de comer, siempre tomaba sus pastillas y se inyectaba insulina con la jeringa de un mililitro.
            Por las tardes, cuando terminaba de planchar, siempre se iba a recostar en su cama. “Es para que descansen mis piecitos, que ya me andan punzando”. Dormía hasta que las horas pasaban y las calles se teñían de claroscuros: noches en que la luz de los postes hacían posible la visión para todo transeúnte. Dormía hasta que papá llegaba, cansado por el trabajo,  y buscaba que había preparado en la cocina. Casi a la misma hora, los otros dos hijos (Fabiola y Enrique) llegaban de estudiar y/o trabajar.
            Un día por la tarde, sábado, seguramente, Blanca Estela se encontraba aseando la sala. La escoba cumplía con su función casera con cada barrida. Pero, tras un movimiento incierto, ella alcanzó a golpearse su pierna derecha con la esquina de una mesita. Y a pesar de que el impacto haya sido mínimo, los vendajes comenzaron a teñirse de un rojo marrón. Optó por mejor sentarse en una silla.
            Ella llamó a Mau, quien en ese entonces contaba nueve de edad y quien se encontraba dormido en su cuarto. El infante escuchó el sollozo y bajó con la intriga y preocupación. A la hora de asistir a su madre, le quiso ayudar a retirar la venda; pero tras un movimiento en falso, parte de la costura se atoró en una costra, misma que al ser forzada logró romperse y escapar sangre a borbotones.
            El chorro de sangre alarmó a ambos. Mau corrió por papel de baño,  cortó un tramo, lo hizo bolita y presionó contra la herida. Pasaron cinco minutos hasta que el flujo rojinegro comenzó a cesar, por lo que el pequeño pudo, al fin, tomar el teléfono y marcar a papá.
            A más tardar en una hora, el jefe de la casa arribó a la escena, dejó su maleta en el sillón y se dirigió con su mujer. Ella, desde la cama, yacía dormida, como siempre, ya más tranquila.
            La diabetes había hecho una más de las suyas.
En años posteriores, su cáncer fue consumiéndola de manera paulatina. A finales de 2006, su rostro solía notarse un poco más cansado y las canas poblaban cada vez más sobre sus cabellos rizados. Su voz se escuchaba tan gastada como sus vestidos. Sin embargo, sólo había pocas cosas que no cambiaban en ella: sus raciones de insulina y su maestría en el auto suministro.
Mau, con el tiempo, se fue volviendo aprendiz en el arte de los quehaceres en casa, no sólo por solidaridad, sino porque llegó el momento en que su madre, Blanca Estela, ya no podía levantarse de cama, pues el dolor en sus piernas era tal que le privaba de su libertad para desplazarse, si quiera, dentro de la casa. En años anteriores, ella subía las escaleras con esfuerzo: subía escalón por escalón; un pie nunca podía dar el siguiente paso sino hasta que el pie el anterior le alcanzara a la par.
Aquellos fueron los mismos pies que recibían un tratamiento especial, un tanto familiar. Cada semana, todos se encargaban de limar la planta de sus pies con una lija especial para diabéticos. Blanca cargaba con unos pies que lucían siempre cenizos, y a pesar de que la lima no hacía el milagro de recobrar el color de hace veinte años, al menos lograba suavizarles un poco.
No obstante, a inicios de 2007, un accidente marcó el inició de final: Blanca regresaba del mandado cuando, su paso andante recorría una zona en donde el pavimento estaba bastante descuidado y sucio. Entre las grietas de éste se escondían residuos sólidos de todo tipo: cajas, latas, botellas de jugo y cerveza.
En un descuido, un vidrio roto le atravesó el zapato,  originando una herida un tanto profunda en la parte del talón. A partir del día siguiente, ella comenzó a guardar cama, de ahí hasta que el Humberto llevó a su esposa al hospital de Zaragoza.
Un mes duró ella en el hospital. Durante en ese lapso, todos tuvimos que movilizarnos y ponernos al tanto. Tanto Humberto como Enrique y Fabiola, dado a que contaban con la mayoría de edad, se encargaban de llevar todo lo necesario al IMSS en horario de visitas: papel de baño, jabón, cepillo de dientes, pasta y más vendas, entre otras cosas. Ellos tres se organizaban para hacer guardia y rolar turnos.
Mau, por su parte, le tocaba la significativa labor de resguardar la casa cuando llegaba de la escuela. De hecho era algo que empezaba a hacer en mayor parte desde que su madre yacía en cama. Cuando llegaba, con el uniforme puesto, revisaba que había en el “refri”, sopesaba los recursos que encontraba y hacía la lista del mandado de lo que iría a comprar. Blanca Estela, desde su base, le asesoraba con lo que el puberto tenía que comprar, siempre y cuando, fuesen alimentos que estuviesen permitidos en la dieta de un diabético. Y, al regresar del mandado, sólo restaba meter manos a la obra para prepara ya sea unas enchiladas suizas, un caldito de pollo o sopa aguada, dentro de las primeras cosas que aprendió a preparar Mau.
Pero durante aquel mes, él tuvo que hacerse de su empiria dentro del campo de batalla para tomar lidiar con los labores de la casa. Sin embargo, las noticias que llegaban por la noche sobre el estado de su madre, según su papá o sus hermanos, no llegaban a ser tan satisfactorias como uno hubiese esperado.
            Las malas noticias han ido desde “tuvieron que hacerle diálisis” hasta “le dio a tu madre un paro respiratorio”. Tras esta última, Mau nunca pensó que algo como la diabetes pudiese derivar en algo como lo que acababa de escuchar. Ya había pasado un mes desde aquel momento en que se despidió de ella, afuera de su casa, a punto de dirigirse al hospital. La visión que tenía él sobre tal padecimiento le denotaba un panorama un tanto ignorante y prejuicioso.
            Al lunes siguiente, fue tal el pesar hasta el punto en que Mau deseo simplemente que el dolor de ella terminara, que se fuera a descansar allá arriba, resguardada en le inmensidad de Dios. Y pareciese que los deseos que volvieran realidad, pues al día siguiente, Mau se dio cuenta que Dios, al fin, lo escuchó.
            La diabetes es la primera causa de muerte en México, según datos del INEGI y la OMS. Incluso, en el 2010 los decesos por Diabetes Mellitus crecieron de 77,699 de muertos a 82,964, un 14.5% anual.
            Mau, a partir de entonces, desarrolló una cierta y ciega aversión por las cosas dulces. Prefirió otros vicios que no derivaran en una posible diabetes. “Espero nunca me de”, dice. Pero en realidad esto es algo que sólo Dios y la ciencia habrán de saber.        

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