lunes, 30 de mayo de 2011

Recuerdos lejanos, amores cercanos

¿Y si en esta noche te escribo una carta de amor? ¿Y si de repente la luna, con su luz de plata, me descubre al colarse por mi ventana?  ¿Y si mi psicosis me hace imaginar tu sublime y fantasmal figura delante  de mí? Y pensar que no te has movido de tu urna durante los últimos años.

            Hago remembranza de aquellas tardes de domingo, en el campo, bajo el cielo azul. El sol, radiante de energía, y tú, de carisma. ¿Recuérdas cómo lográbamos ver el mar a lo lejos? Era hermoso oír el vaivén de las olas al acercarnos, a tal grado en que se convertía en una música serena, pacífica. Pero era más hermoso saber que compartía aquella vista aguamarina contigo. En realidad eras toda una metáfora para mí y ya no me hacía falta mirar hacia el mar sino hacia ti: tus ojos cavilantes y marinos;  aquel cabello como rayos del sol, dorados, con ligeros matices oscuros; la piel de tu rostro, blanca, mas nunca mestiza, como la nieve que arriba en lo más alto de las montañas. Era divertido el bailar de tu vestido de lana, de tu falda (para ser preciso), cada que el viento nos susurraba en aquella lengua incomprensible a nuestros oídos.

            ¿Recuerdas nuestros días de campo? Recuerdo cuando discutíamos sobre ir en carro o en bicicleta. Por lo que siempre optábamos por almorzar detrás de la casa, en una pequeña mesa de campo que compramos para comer cerca de las hortalizas. La mesita ahora está algo gastada, siento no haberle puesto el tornillo que le falta. De hecho no pienso repararla, ni hoy ni mañana, pues nunca me haré a la idea de almorzar en mesa para uno durante un lindo día de verano. No sin tí. Con decirte que aún miro con nostalgia nuestro árbol que tenemos en el patio. Recuerdo también cuando le tallamos su primer corazón, y, dentro de él, nuestras iniciales.

             Pareciera que fue ayer cuando te propuse matrimonio. Eran vísperas para entrar a un nuevo milenio, y ya de por sí 1999 se me había hecho un año demasiado largo.Te había invitado a comer a mi casa, y te había preparado tus favoritos: mortadela en salsa de jitomate con morita, lasagña con harto quesillo como plato fuerte, y para terminar dulce de leche. Aquel era una de las pocas ocasiones en que me ponía un camisa, limpia (si no es que pulcra), con zapatos negros y lustrosos a más no poder. Incluso me habías dicho que parecía un poco exéntrico, ya que siempre, desde nuestra juventud me veías en una calidad de pandroso, como todos los días, cada que entrábamos a la escuela por la tarde con mochila llena de libros al hombro.

            No obstante, por aquella noche, yo venía más que preparado, si acaso un tanto asediado por los nervios, pues esperaba que los buenos augurios me auxiliaran tras las limpias que me había hecho con los brujos tatemacos durante la mañana; le había rezado a la virgencita dos padres nuestros y tres credos y había utilizado el mantra para acomodar mis chakras. Había hecho hasta lo imposible. Sin embargo, venía resguardado con mi arma única y secreta en el momento que me puse en cunclillas con dirección hacia tí: mi anillo, de carácter humilde pero sincero.

            En el momento en que saqué, como por arte de magia, la sortija dentro del ramo de flores, te levantaste enseguida por la emoción, llegando, incluso, a vacilar un poco por el piso mojado que recien estaba trapeado. Pero en seguida me respondiste que sí, con tus ojos encharcados y tu ancha sonrisa de felicidad. Yo, extasiado por la respuesta, tan sólo gritaba en mi mente un “¡A huevo!”.

            Tantos años de felicidad en nuestro nidito de amor. Nunca tuvimos hijos, pero al menos adoptamos un perro. Cada que me siento más solo de lo normal, sólo le grito “¡Pancho! ¡Ven pa´ acá!”. Ahora está gordo y viejo como yo. Confío plenamente en que estarás viendonos desde allá arriba, perdida en la inmesidad de Dios, o quizá, entre la pluma y el papel en el que escribo ahora mismo.

            Quisiera ya poder estar ya contigo. Quisiera morir para depositar mis cenizas donde yacen las tuyas, y, posteriormente, derramarnos de nuestra urna para ser libres y viajar junto al viento mientras nos susurramos aquellas palabras, incomprensibles para los demás, pero frescas con un mensaje amor para nosotros. Quisiera que nos perdiéramos en el espacio e ir de estrella en estrella por toda la eternidad. ¿Y sabes por qué? Porque quiero romper ese dogma de “hasta que la muerte nos separe”. ¿Por qué? Porque te prometí un “hasta pronto” y no un “adios”. ¿Por qué? Porque te amo.